La retina marca exacta el lugar
perdido en la memoria. Suele situarse abajo, algo a la derecha. Allí dicen los neuropsicólogos (o quienes sean que se ocupan de estudiar estas cosas) que es a
donde tiende natural la mirada cuando recordamos. Y allí está, exactamente a
173º Sur, recordando.
Le conocí cuando el mundo estaba poblado por gigantes; y él era uno de ellos. Desde luego que no soy capaz de rememorar los primeros encuentros. Aunque él viviera en Barcelona y nosotros en Madrid, no dudo que haría por venir a conocer a su sobrino. Puede que yo fuera el sexto hijo de su hermana, pero era su única hermana. O más probable es que fueran mis padres quienes me llevaran a Barcelona o Sitges en la primera ocasión que tuvieran, para que mis abuelos me conocieran. Hacía años que no venían a Madrid y no iban a hacer una excepción conmigo. Y aprovecharía él también para hacerlo.
A partir de algún momento, quizás los 4 o 5 años, su imagen se me aparece ya con suficiente precisión. Y lo que desde allí a aquí se repite en mis propios recuerdos es siempre su mirada: inteligente y afable, viva y cálida. Habrán pasado varias décadas, se habrá blanqueado su cabello, arrugado su rostro, encorvado -aunque poco, siempre fue muy coqueto en la planta- su espalda, pero esa mirada sigue marcando su presencia. Y la de quienes tenemos la suerte de habitarla.
Esa mirada sigue buscando lo que importa. Y a él le importa la gente. Su curiosidad no ha sido derrotada por los años. La irradia hoy como lo hacía cuando le conocí. Como cuando siempre. Por eso resulta tan fácil compartir con él cualquier momento. Incluso los complicados. Y por eso le siguen buscando los amigos que aún le quedan, pocos de los de su edad, pero muchos de los que ha seguido haciendo, al amparo de esa misma naturalidad y simpatía que sigue prodigando a sus 89.
Siempre nos lo recuerda: cuando celebraron sus bodas de oro, en Sitges, el director del hotel que escogieron se asombró al comprobar que pedían un salón con capacidad para más de 100 comensales. "Es la primera vez que para unas bodas de oro me piden un espacio tan grande”, les dijo. Y añadió: “¿Cómo es que les quedan tantos amigos?” A lo que mi tío le aclaró: “Es que tenemos muchos amigos nuevos”.
50 años casados (entonces; hoy unos cuantos más) y todavía tontean, se piropean o se gastan bromas como si acabaran de enamorarse el uno del otro.
Mi tía -el espíritu indomable y torrencial a despecho de su menguada memoria corta y de no poder caminar desde hace años-, le dice “guapo” a la mínima. Y él le responde con una sonrisa galante para recordarle que la sigue amando. Aunque si coincide que salimos a comer a su restaurante preferido en Barcelona y una camarera nueva le mira demasiado -el azul de sus ojos sigue imposible de definir-, mi tía es capaz de sentirse tan celosa como cuando a los 20. Y de advertirle a la sorprendida camarera que Macari es “suyo” y no tiene nada que hacer. Y él la reprenderá por insolente, pero poco, porque en el fondo sabe que mi tía lo hace para que él sepa que sigue loca por él.
Por eso con ellos es fácil de entender el secreto: estar pendiente del otro como si no hubiera un mañana, como si el único mañana fuera hoy... Y ser consciente del inmenso regalo que es compartir la vida con alguien al que amas, de la misma inmensa suerte de haber podido conocer a esa persona y de que encima te haya escogido a ti también.
Así que gracias, tío, por permitirme habitar vuestra mirada y el inmenso amor que os derrocháis. Gracias a los dos por enseñarme que el camino lo trazamos cada día. Y que de nosotros solos depende a dónde nos lleve y lo que en él queramos aprender.
En algún lugar sobre España, 20 de julio de 2018.
c’est jolie
ResponderEliminarMerci, mon mystérieux ami
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