“Ta-Au-Ua”. Supe
que todo iba a ser distinto en el mismo momento en que me llevó la mano a su
pecho y pronunció por vez primera aquellas tres sílabas que, casi susurradas,
salieron sucesivas de su boca, mientras sus inmensos ojos verdes me confirmaban
que así se llamaba. Nuestros cuerpos respiraban acompasados; sus pies
acariciando los míos; mis labios apoyados en su frente. La intensidad con que
nos habíamos amado en silencio aún se agolpaba en nuestras sienes y una
sensación de profundo bienestar y complicidad nos envolvía. Nada tenía
importancia más allá del calor que nuestros cuerpos disipaban y cómo retenerlo
y evitar que con él se fuera para siempre la magia de aquel momento.
No había sabido hasta ahora su nombre, ni falta que me había hecho. Sin siquiera una palabra, la había conocido tan profundamente como se puede conocer a alguien después de una vida entera. Sus ojos me habían hablado más que los muchos libros que había leído; sus manos habían dibujado signos, hasta entonces completamente desconocidos, que condensaban en un solo trazo todos los significados importantes; su lengua y sus labios habían abierto mi entendimiento sin necesidad de emitir ningún sonido; su piel se había vuelto translúcida para permitirme ver a su través un mundo de maravillas infinitas.
Y todo había ocurrido en silencio. Sin preguntas. Sin respuestas. Sin reglas, compromisos ni acuerdos previos. Simplemente como iba surgiendo. Como íbamos decidiendo a cada paso que queríamos que fuera. Como nos demandaba cada caricia que nos regalábamos. Como nos apetecía.
Desde que abandonara la niñez, hacía ya muchos años, no había vuelto a sentir esa sensación de libertad, sorpresa y emoción al mismo tiempo. Era como si de nuevo persiguiera los peces plateados en las playas de mi infancia. Como tumbarme otra vez al sol en la arena y reír las gracias de la pandilla... Volvía a tener nueve años. Y con ella. El mundo era perfecto y completo. Como cuando entonces.
-Vitelio -le dije despacio, llevando su palma igualmente a mi pecho-. Quinto Aulio Vitelio -completé deteniéndome en cada palabra.
Ella asintió en señal de entendimiento y repitió mi nombre y después el suyo, uniéndolos en una cadena silábica para siempre ya inquebrantable. Y me volvió a besar mientras, a lo lejos, un viento fresco comenzaba a desperezarse con el día, feliz de saberse recién nacido, consciente de que algo maravilloso había comenzado, aunque desconociera por completo de dónde había surgido ni lo que le esperase al caer de la tarde.
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