lunes, 7 de mayo de 2012

Lo que quieran los romanos


En todas las ciudades pasa lo mismo. Empezó como legítima búsqueda de mayores ingresos y riqueza a través del aprovechamiento de sus paisajes, sus monumentos, su historia, sus gentes y su carácter. “Ven a Requeteguápolis, donde la historia la escribes tú” -dijeron-; “Cojonudandia está viva: ¡descúbrela!” -afirmaron sin remilgos-. Luego, en perfecta simbiosis, las tiendas locales llamaron a otras a instalarse y complementarse, desde los consabidos recuerdos de viaje a las últimas novedades de tal o cual marca de calzado o joyería. A continuación, las cadenas de comida rápida y no tan rápida, conviviendo en aparente armonía –“Tenemos públicos distintos”- con los restaurantes estrella-Richelín. Y finalmente, los vuelos baratos meta-todo-en-un-bolso-de-viaje, con sus bocas gigantes capaces de devorar miles y miles de viajeros cada día.

Y así, paso a paso, con mucho cariño y entre todos, nos cargamos los centros históricos de nuestras ciudades. Las casas, bares, plazas, parques y farolas que habían resistido guerras varias -de independencia, civiles, religiosas o mundiales-, incendios y hasta terremotos y que habían visto y amado a generaciones de parisinos, romanos o madrileños, pasaron así a formar parte de un mismo y homogéneo parque temático, con sucursales y franquicias repartidas por toda la vieja Europa. Daba igual  Barcelona o Stuttgart, Lisboa o Atenas: siempre las mismas masas moviéndose al unísono en calles con idénticos carteles, logos y escaparates, atendidos por personal que ya has visto en la ciudad anterior y que te seguirá hasta la siguiente. Y en todas, las mismas perspectivas fotográficas, casi señaladas con cruces blancas en el suelo, para agilizar las colas de turistas cámara de 500 megapíxeles al hombro. Y las mismas rutas de paseo, sin flechas indicadoras por innecesarias, pues los humanos, como las hormigas, ya sólo tenemos que preocuparnos de avanzar siguiendo las muy visibles estelas feromónicas de nuestros congéneres.

La globalización empezó ahí, en los destinos turísticos tradicionales, antaño auténticos generadores de recuerdos imborrables e inconfundibles y hoy batidoras de memorias confusas –“¿Dónde comimos aquel pescado envuelto en hojas de lechuga?”, “¿Tú te acuerdas de qué iglesia es la de esta foto?”, “¿Ah, pero no estaba en Cefalú?”-. Pero, como la historia precisamente demuestra, los cambios suelen morir cerca de donde comenzaron, por lo que será también allí donde la inidentidad colapsará, el día en que algún héroe -anónimo como los únicos que verdaderamente lo son- se niegue a cobrar la entrada al parque temático y convierta su portal, su terraza y su calle en territorio libre de “Royal Burguers”, “World Shopping Centers” y puntos “haga-aquí-la-foto”. Y ese día, sin duda, Madrid volverá a ser Madrid, París ya no se quedará más en una postal tridimensional y rugosa y Roma, la vecchia, olerá sólo a sí misma; a lo que quieran los romanos; los de ahora y los de siempre.

2 comentarios:

  1. !Qué razón tienes! Creo que todos deberíamos releer "Asterix en La Residencia de los dioses", ahí Goscinny y Uderzo satirizan magistralmente este asunto, cuando aún no parecía tan evidente.

    Salutem plurisimam Quinto Aulio Vitelio

    ResponderEliminar