miércoles, 2 de mayo de 2012

La luna naranja

La primera vez que la vi me pareció algo bizca. Es curioso que no me fijara entonces en su armonioso porte, ni en la perfección de las proporciones de su rostro: la nariz mediana y ligera pero suficientemente ancha para que el punto de fuga de la mirada del espectador resbalara por un lado hacia los labios, carnosos y grandes, y por otro al arco de unos ojos, discretamente perfilados por unas cejas castañas, que se abrían verdes, grandes y profundos. Un ligero bronceado acentuaba la tersura de su piel, mientras su melena cobriza y sedosa caía sobre unos hombros delicadamente atléticos cubiertos sólo en parte por una túnica de algodón casi transparente.

Horas después, mientras la tarde caía sobre las montañas y una luna grande y naranja nos miraba apoyada en el horizonte opuesto, descubriría el sabor de sus besos y mis dedos volarían audaces topografiando cada rincón de su cuerpo. Pero en aquel inicial instante sólo me pareció una mujer misteriosamente estrábica, una aparición cuya mirada me intrigaba más que me enardecía su incontestable belleza.

Hacía dos días que deambulaba por aquella tierra desconocida y no había encontrado aún presencia humana, aunque los restos de un par de hogueras hablaban de ella. Pero ni casas, ni cercados, ni caminos desbrozados; sólo naturaleza viva y pura como los dioses la habían querido.

Y justo cuando comenzaba a preguntarme si volver a mi barco, la vi en lo alto de un pequeño cerro, inmóvil, la melena mecida por una suave brisa, callada y seria. Me miraba como si me conociera o me esperara, pues no mostraba ningún temor ni sorpresa. Un chitón blanco y muy ligero la envolvía, anudado asimétricamente al lado izquierdo de su cuello, y de sus orejas colgaban dos zarzillos rematados con tres pequeñas canicas de oro cada uno.

Allí permaneció por un tiempo cuyo recuerdo ahora me parece larguísimo, pero del que en aquel momento no tuve conciencia alguna. Finalmente, seguro ya de que no la espantaría por ello, empecé a caminar con calma hacia donde se encontraba, procurando que mi serenidad y mi curiosidad se alternaran del modo más conveniente a sus ojos, para que no se sintiera en peligro pero tampoco despreciada.

Tras la suave ascensión, llegué finalmente a su altura y me detuve a escasos veinte pasos de ella. Entonces pude ver que iba completamente descalza y que a sus pies, depositada sobre una gran roca, había una corona hecha de ramas tiernas de laurel entrelazadas. Sin decir nada, la cogió con ambas manos, se acercó hasta mí y la dispuso sobre mi cabeza, rodeándome con sus largos brazos al tiempo que su barbilla se proyectaba hacia mis ojos para poder ver mejor cómo colocarla. Finalmente, sin dejar de mirar su obra, ya ubicada alrededor de mi sorprendida testa, dio un paso atrás y sonrió. Fue una sonrisa genuina de satisfacción, como la de quien lleva largo tiempo esperando para cumplir un cometido y lo ve por fin realizado. Y con su sonrisa, su rostro adquirió una patina casi divina, la misma Afrodita surgiendo entre las olas, y su boca se entreabrió para hacerme ver que estaba allí para enseñarme aquella tierra ignota y para entregármela entera, pues yo había sido el escogido para hollarla, el único capaz de vencer todas las corrientes y de arrostrar todos los peligros para llegar hasta ella.

Y cogiéndonos de la mano, comenzamos a caminar hacia Poniente, deteniéndonos sólo de vez en cuando para mirar ella mi frente coronada y yo sus inmensos ojos verdes, conscientes de que la tarde comenzaba a caer y de que una luna enorme y naranja llevaba tiempo esperando, agazapada tras el horizonte.

4 comentarios:

  1. que envidia...
    estos puentes largos tendrian que prohibírtelos!

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  2. no se si me habras pagliado, querido A.V., mira lo que yo tenia escrito en mi "fondo de armario" literario:


    LA PLAYA SIN FIN.

    Aquellas imágenes estaban guardadas en mi cerebro, muy escondidas.

    Era aquella playa larga y hermosa de mi niñez, donde tantas veces me llevó mi abuela a jugar, imaginándome entre arcaicos mundos de arena, fantaseando en una ría desaliñada o bañándome con cuidado en un mar casi siempre agresivo y frío, hipnotizador e irrechazable.

    Allí fue, un día de tantos, seguro que verano, con el sol impenitente y la brisa del noroeste azotando mi ligera piel, cuando descubrí su presencia al borde del mar.

    Una criatura hermosa, de piel morena casi cobriza, con su media melena negra agitada sobre el rostro, perfectamente proporcionada, solamente enfundada en un bañador malva que acentuaba su fino talle, sin más adornos en su cuerpo, que paseaba tranquila justo al borde del mar, dejando que la espuma acariciase sus dedos y formando livianos huecos con sus pies que desaparecían con cada ola. Aparentaba muy joven, pero mas que niña era ya mujer sin duda.

    No hubo ninguna mirada para mí, pese a que estaba cerca, sus ojos no se separaban de la liviana línea de un horizonte difícil de distinguir entre los maravillosos azules de cielo y mar.

    Su presencia desprendía algo de melancolía y la imaginé buscando en silencio lugares lejanos, mundos vividos o ansiados, recuerdos de otros tiempos o héroes míticos perdidos con la marea. Quizá solo disfrutaba de la hermosura del lugar y del momento, pero mi mente infantil buscaba sin duda soluciones más cercanas.

    Estuve embobado no sé cuanto tiempo, con mayor entretenimiento que todos mis juegos de verano, hasta que la vi acercarse a unas rocas secas, enfundarse unas ropas ligeras, ponerse una bolsa de tela en bandolera y trepar hasta el paseo, donde se subió a una bicicleta para desaparecer lentamente, siguiéndola mis ojos hasta donde me fue posible.

    Fueron las imágenes más hermosas de en mi niñez, pero como no pude guardarlas en aquella caja de latón donde atesoraba preciosas posesiones, quedaron totalmente a la merced de una memoria que los años se fueron ocupando de llenar de mil cosas inservibles o caducas.


    Es hoy, ahora, cuando han pasado tantos años que ni puedo contarlos, te encuentro junto a mí, me refugio en tus ojos que no quiero que me abandonen y me desamparen, enmudezco de pronto para llenarme de una sensación de ansiedad que me hace temblar.

    Y todo porque comprendo que eras tú aquella chica, sin encontrar una forma inteligible de explicárselo a mi ser racional, que siempre fuiste tú, que has estado jugando al escondite con mi alma todo este tiempo, pero por fin te encuentro a mi lado, con la dolorosa necesidad de no dejar que vuelvas a desaparecer de repente en tu bicicleta.

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  3. Bonito recuerdo, amigo Pangloss... y ciertamente, aún con sus matices, que parece cosa de meigas, porque a fé mía que yo también la vi en aquella playa, a la chica del bañador malva, y que ese recuerdo, años después, es el que me trajo a esta playa de la luna naranja donde me coronaron de laureles...

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  4. ¡Seguid, por favor!
    ¿Por qué no utilizar esa imagen mágica como inicio de un relato?
    ¡Ambos prometéis!

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