miércoles, 23 de mayo de 2012

Tocar los huevos


Esta España ingrata y malparida es así. No se trata de libertad de expresión frente a respeto a los símbolos comunes. Tampoco de "progres" contra "carcas", derechas contra izquierdas ni primos contra primas. De hecho, aunque sea ésa la excusa, ni siquiera es realmente una cuestión de nacionalismo de extrarradio frente a centralismo homogeneizador. No, es algo mucho más sencillo y tan hispano (mal que les pese a quienes pretenden distanciarse del concepto) como Numancia o Viriato (lusitano hispano como el primero), don Pelayo o Covadonga, Jaume "el Conqueridor" o las Navas de Tolosa, Don Juan de Austria o Rocroi, el Almirante Blas de Lezo (guipuzcoano hispano como el que más) o Cádiz resistiendo al francés durante treinta meses, el "no pasarán" o Belchite... Vamos, que se trata simplemente de llevar la contraria, de convertir algo que todo el mundo da por supuesto exactamente en su contrario, de trastocar lo obvio en lo inesperado, de rebelarse contra todo y contra todos, de decirle en cada momento a los amos del mundo que aquí sólo mando yo y mis paisanos, que para eso somos de Almagro, o de Pasajes, o de Vilanova y la Geltrú o de donde nos salga de las narices. En definitiva, de tocar los huevos.


Porque, digo yo, a alguien se le ocurre cómo si no se tiene que llamar la propuesta que algunos de nuestros insignes castizos (de casta -claro está- política) nacionalistas de barretina, txapela y zueco, han realizado de pitar al himno y al Príncipe para la final de la Copa. ¿Pero qué Copa creen que iban a jugar los que ahora invocan como sus equipos cuando se apuntaron al principio del curso? ¿La "Copa Champiñón" del "Mario Kart", tal vez? Pues entonces, ¿a qué cuento viene protestar ahora contra el Rey en la persona de su hijo? Protéstale lo de pegar tiros a los pobres paquidermos, que ciertamente tiene poco pase a cualquier hora, pero menos aún con la que nos están dando de todos lados y a su edad. Pero... ¿pitarle al Príncipe en la final de la Copa del Rey? ¡Coño, es como pitarle al cura cuando en tu boda te pregunta si quieres a tu futur@ -inmediato, pero aun futur@- como espos@! ¡Si nadie te ha dicho que te cases! ... Lo has decidido tú solit@, ¿no?; pues entonces, coherencia, macho, y a apechugar con las consecuencias. Y los huevos te los tocas tú o se los tocas a tu pareja, si se deja y le gusta, pero no a los demás.



Pero se trata de eso, precisamente, de tocar los huevos, que ciertamente y los siglos lo demuestran, es lo que mejor sabemos hacer en esta maravillosa heterogeneidad que es España. Así que, como va en nuestra idiosincrasia, a pitar todo el mundo... Y que el borbón se entere de cómo es el país sobre el que -si ni la Merkel ni nuestros gobernantes acaban por fastidiarlo- algún día tendrá que reinar.

sábado, 12 de mayo de 2012

TA-AU-UA


“Ta-Au-Ua”. Supe que todo iba a ser distinto en el mismo momento en que me llevó la mano a su pecho y pronunció por vez primera aquellas tres sílabas que, casi susurradas, salieron sucesivas de su boca, mientras sus inmensos ojos verdes me confirmaban que así se llamaba. Nuestros cuerpos respiraban acompasados; sus pies acariciando los míos; mis labios apoyados en su frente. La intensidad con que nos habíamos amado en silencio aún se agolpaba en nuestras sienes y una sensación de profundo bienestar y complicidad nos envolvía. Nada tenía importancia más allá del calor que nuestros cuerpos disipaban y cómo retenerlo y evitar que con él se fuera para siempre la magia de aquel momento.

No había sabido hasta ahora su nombre, ni falta que me había hecho. Sin siquiera una palabra, la había conocido tan profundamente como se puede conocer a alguien después de una vida entera. Sus ojos me habían hablado más que los muchos libros que había leído; sus manos habían dibujado signos, hasta entonces completamente desconocidos, que condensaban en un solo trazo todos los significados importantes; su lengua y sus labios habían abierto mi entendimiento sin necesidad de emitir ningún sonido; su piel se había vuelto translúcida para permitirme ver a su través un mundo de maravillas infinitas.

Y todo había ocurrido en silencio. Sin preguntas. Sin respuestas. Sin reglas, compromisos ni acuerdos previos. Simplemente como iba surgiendo. Como íbamos decidiendo a cada paso que queríamos que fuera. Como nos demandaba cada caricia que nos regalábamos. Como nos apetecía.

Desde que abandonara la niñez, hacía ya muchos años, no había vuelto a sentir esa sensación de libertad, sorpresa y emoción al mismo tiempo. Era como si de nuevo persiguiera los peces plateados en las playas de mi infancia. Como tumbarme  otra vez al sol en la arena y reír las gracias de la pandilla... Volvía a tener nueve años. Y con ella. El mundo era perfecto y completo. Como cuando entonces.

-Vitelio -le dije despacio, llevando su palma igualmente a mi pecho-. Quinto Aulio Vitelio -completé deteniéndome en cada palabra.

Ella asintió en señal de entendimiento y repitió mi nombre y después el suyo, uniéndolos en una cadena silábica para siempre ya inquebrantable. Y me volvió a besar mientras, a lo lejos, un viento fresco comenzaba a desperezarse con el día, feliz de saberse recién nacido, consciente de que algo maravilloso había comenzado, aunque desconociera por completo de dónde había surgido ni lo que le esperase al caer de la tarde.
 
 

lunes, 7 de mayo de 2012

Lo que quieran los romanos


En todas las ciudades pasa lo mismo. Empezó como legítima búsqueda de mayores ingresos y riqueza a través del aprovechamiento de sus paisajes, sus monumentos, su historia, sus gentes y su carácter. “Ven a Requeteguápolis, donde la historia la escribes tú” -dijeron-; “Cojonudandia está viva: ¡descúbrela!” -afirmaron sin remilgos-. Luego, en perfecta simbiosis, las tiendas locales llamaron a otras a instalarse y complementarse, desde los consabidos recuerdos de viaje a las últimas novedades de tal o cual marca de calzado o joyería. A continuación, las cadenas de comida rápida y no tan rápida, conviviendo en aparente armonía –“Tenemos públicos distintos”- con los restaurantes estrella-Richelín. Y finalmente, los vuelos baratos meta-todo-en-un-bolso-de-viaje, con sus bocas gigantes capaces de devorar miles y miles de viajeros cada día.

Y así, paso a paso, con mucho cariño y entre todos, nos cargamos los centros históricos de nuestras ciudades. Las casas, bares, plazas, parques y farolas que habían resistido guerras varias -de independencia, civiles, religiosas o mundiales-, incendios y hasta terremotos y que habían visto y amado a generaciones de parisinos, romanos o madrileños, pasaron así a formar parte de un mismo y homogéneo parque temático, con sucursales y franquicias repartidas por toda la vieja Europa. Daba igual  Barcelona o Stuttgart, Lisboa o Atenas: siempre las mismas masas moviéndose al unísono en calles con idénticos carteles, logos y escaparates, atendidos por personal que ya has visto en la ciudad anterior y que te seguirá hasta la siguiente. Y en todas, las mismas perspectivas fotográficas, casi señaladas con cruces blancas en el suelo, para agilizar las colas de turistas cámara de 500 megapíxeles al hombro. Y las mismas rutas de paseo, sin flechas indicadoras por innecesarias, pues los humanos, como las hormigas, ya sólo tenemos que preocuparnos de avanzar siguiendo las muy visibles estelas feromónicas de nuestros congéneres.

La globalización empezó ahí, en los destinos turísticos tradicionales, antaño auténticos generadores de recuerdos imborrables e inconfundibles y hoy batidoras de memorias confusas –“¿Dónde comimos aquel pescado envuelto en hojas de lechuga?”, “¿Tú te acuerdas de qué iglesia es la de esta foto?”, “¿Ah, pero no estaba en Cefalú?”-. Pero, como la historia precisamente demuestra, los cambios suelen morir cerca de donde comenzaron, por lo que será también allí donde la inidentidad colapsará, el día en que algún héroe -anónimo como los únicos que verdaderamente lo son- se niegue a cobrar la entrada al parque temático y convierta su portal, su terraza y su calle en territorio libre de “Royal Burguers”, “World Shopping Centers” y puntos “haga-aquí-la-foto”. Y ese día, sin duda, Madrid volverá a ser Madrid, París ya no se quedará más en una postal tridimensional y rugosa y Roma, la vecchia, olerá sólo a sí misma; a lo que quieran los romanos; los de ahora y los de siempre.

miércoles, 2 de mayo de 2012

La luna naranja

La primera vez que la vi me pareció algo bizca. Es curioso que no me fijara entonces en su armonioso porte, ni en la perfección de las proporciones de su rostro: la nariz mediana y ligera pero suficientemente ancha para que el punto de fuga de la mirada del espectador resbalara por un lado hacia los labios, carnosos y grandes, y por otro al arco de unos ojos, discretamente perfilados por unas cejas castañas, que se abrían verdes, grandes y profundos. Un ligero bronceado acentuaba la tersura de su piel, mientras su melena cobriza y sedosa caía sobre unos hombros delicadamente atléticos cubiertos sólo en parte por una túnica de algodón casi transparente.

Horas después, mientras la tarde caía sobre las montañas y una luna grande y naranja nos miraba apoyada en el horizonte opuesto, descubriría el sabor de sus besos y mis dedos volarían audaces topografiando cada rincón de su cuerpo. Pero en aquel inicial instante sólo me pareció una mujer misteriosamente estrábica, una aparición cuya mirada me intrigaba más que me enardecía su incontestable belleza.

Hacía dos días que deambulaba por aquella tierra desconocida y no había encontrado aún presencia humana, aunque los restos de un par de hogueras hablaban de ella. Pero ni casas, ni cercados, ni caminos desbrozados; sólo naturaleza viva y pura como los dioses la habían querido.

Y justo cuando comenzaba a preguntarme si volver a mi barco, la vi en lo alto de un pequeño cerro, inmóvil, la melena mecida por una suave brisa, callada y seria. Me miraba como si me conociera o me esperara, pues no mostraba ningún temor ni sorpresa. Un chitón blanco y muy ligero la envolvía, anudado asimétricamente al lado izquierdo de su cuello, y de sus orejas colgaban dos zarzillos rematados con tres pequeñas canicas de oro cada uno.

Allí permaneció por un tiempo cuyo recuerdo ahora me parece larguísimo, pero del que en aquel momento no tuve conciencia alguna. Finalmente, seguro ya de que no la espantaría por ello, empecé a caminar con calma hacia donde se encontraba, procurando que mi serenidad y mi curiosidad se alternaran del modo más conveniente a sus ojos, para que no se sintiera en peligro pero tampoco despreciada.

Tras la suave ascensión, llegué finalmente a su altura y me detuve a escasos veinte pasos de ella. Entonces pude ver que iba completamente descalza y que a sus pies, depositada sobre una gran roca, había una corona hecha de ramas tiernas de laurel entrelazadas. Sin decir nada, la cogió con ambas manos, se acercó hasta mí y la dispuso sobre mi cabeza, rodeándome con sus largos brazos al tiempo que su barbilla se proyectaba hacia mis ojos para poder ver mejor cómo colocarla. Finalmente, sin dejar de mirar su obra, ya ubicada alrededor de mi sorprendida testa, dio un paso atrás y sonrió. Fue una sonrisa genuina de satisfacción, como la de quien lleva largo tiempo esperando para cumplir un cometido y lo ve por fin realizado. Y con su sonrisa, su rostro adquirió una patina casi divina, la misma Afrodita surgiendo entre las olas, y su boca se entreabrió para hacerme ver que estaba allí para enseñarme aquella tierra ignota y para entregármela entera, pues yo había sido el escogido para hollarla, el único capaz de vencer todas las corrientes y de arrostrar todos los peligros para llegar hasta ella.

Y cogiéndonos de la mano, comenzamos a caminar hacia Poniente, deteniéndonos sólo de vez en cuando para mirar ella mi frente coronada y yo sus inmensos ojos verdes, conscientes de que la tarde comenzaba a caer y de que una luna enorme y naranja llevaba tiempo esperando, agazapada tras el horizonte.