sábado, 3 de marzo de 2018

LA CASA DE LA COLINA


Dicen que vive en una finca apartada y que desde la ventana del salón se alcanza a ver, más allá de la colina, un inmenso campo de amapolas. Dicen que entre llantos y risas pasó su vida, hasta que los días consumieron sus energías y empezó a sentir cómo el centro de equilibrio de su cuerpo se desplazaba fuera de sí misma. Había sido joven y bella, sí, y –si lo meditaba un poco- de eso no hacía realmente tanto. Pero de aquel tiempo apenas le quedaba un eco vago y sordo de sueños henchidos y otros muertos. Un sueño que, en ocasiones, le parecía más real que los días que ahora tenía. Más verdadero que la soledad y el olvido. Más cierto que la angustia de saber que el fin estaba próximo, y que era absolutamente inevitable.

Sé que hubiera debido visitarla. No hubiera vencido su melancolía, ni la habría sacado de su ensimismamiento, pero habría cumplido con la promesa que le hice, cuando la última vez que la vi.

Ocurre empero que los hombres no sabemos el valor de la esperanza hasta que la vemos huyendo a galope tendido de los seres a quienes un día admiramos. Y entonces, casi siempre, suele ser ya demasiado tarde. Porque justo en ese momento, comprendemos que no hemos sabido embridarla de modo adecuado o, siendo del todo sinceros, que puede que hayamos sido nosotros quienes la espoleamos y fustigamos hasta desbocarla por completo.

Lo peor es que, aunque cueste identificar un instante concreto, en el fondo sí podemos advertir, desde la distancia, cómo empezamos a dejar que ocurriera. Los recuerdos no mienten tanto como creemos. O al menos, no suelen engañarnos en lo que se refiere a las decisiones que cambiaron nuestras vidas y, sobre todo, las que contribuyeron al cambio de las vidas de quienes nos rodearon; quiero decir, de quienes nos amaron. Somos nosotros los que nos empeñamos en disfrazarlos, repitiéndonos una y otra vez que las cosas no sucedieron como las rememoramos, que la vida que vivimos no fue ésa.

Pero eso hoy no cuenta. A primera hora de la mañana he recibido la noticia de que la casa de la colina había desaparecido consumida por un incendio atroz, tanto que el rojo de las amapolas apenas parecía una pequeña chispa lanzada contra el horizonte. Los bomberos no habrían llegado a tiempo por culpa de la lejanía del lugar. Pero eso era algo que ella había buscado también desde que decidió que aquél era el sitio adecuado para dejarse morir. Tal vez en el exacto momento en que comprendió que ni siquiera yo –su único nieto, el último familiar vivo que le quedaba- iba a volver a visitarla, excusado por aquel mar que nos separaba y por las muchas obligaciones que, cada vez que ella me insistía, brotaban por doquier a mi alrededor. Tal vez en el exacto momento en que entendió que aquella promesa que le hice cuando la última vez era también una culpa disfrazada, la justificación para poder salir huyendo a galope tendido de su lado, por abandonarla sin otra compañía que sus recuerdos, en brazos de unos sueños que ya no podían cumplirse.

Y en ese mismo instante he comprendido que las cosas siempre pueden suceder de otro modo. Y que nos debemos el esfuerzo de vivir junto a quienes nos aman y de amar a aquellos junto a quienes vivimos; aunque exista un mar de por medio y nos hayamos ubicado en una casa solitaria más allá de la colina.


2 comentarios: