Dicen que vive en una finca apartada y
que desde la ventana del salón se alcanza a ver, más allá de la colina, un
inmenso campo de amapolas. Dicen que entre llantos y risas pasó su vida, hasta que
los días consumieron sus energías y empezó a sentir cómo el centro de
equilibrio de su cuerpo se desplazaba fuera de sí misma. Había sido joven y
bella, sí, y –si lo meditaba un poco- de eso no hacía realmente tanto. Pero de
aquel tiempo apenas le quedaba un eco vago y sordo de sueños henchidos y otros
muertos. Un sueño que, en ocasiones, le parecía más real que los días que ahora
tenía. Más verdadero que la soledad y el olvido. Más cierto que la angustia de saber
que el fin estaba próximo, y que era absolutamente inevitable.
Sé que hubiera debido visitarla. No
hubiera vencido su melancolía, ni la habría sacado de su ensimismamiento, pero
habría cumplido con la promesa que le hice, cuando la última vez que la vi.
Ocurre empero que los hombres no sabemos
el valor de la esperanza hasta que la vemos huyendo a galope tendido de los
seres a quienes un día admiramos. Y entonces, casi siempre, suele ser ya
demasiado tarde. Porque justo en ese momento, comprendemos que no hemos sabido
embridarla de modo adecuado o, siendo del todo sinceros, que puede que hayamos
sido nosotros quienes la espoleamos y fustigamos hasta desbocarla por completo.
Lo peor es que, aunque cueste identificar
un instante concreto, en el fondo sí podemos advertir, desde la distancia, cómo
empezamos a dejar que ocurriera. Los recuerdos no mienten tanto como creemos. O
al menos, no suelen engañarnos en lo que se refiere a las decisiones que
cambiaron nuestras vidas y, sobre todo, las que contribuyeron al cambio de las
vidas de quienes nos rodearon; quiero decir, de quienes nos amaron. Somos
nosotros los que nos empeñamos en disfrazarlos, repitiéndonos una y otra vez
que las cosas no sucedieron como las rememoramos, que la vida que vivimos no
fue ésa.
Pero eso hoy no cuenta. A primera hora de
la mañana he recibido la noticia de que la casa de la colina había desaparecido
consumida por un incendio atroz, tanto que el rojo de las amapolas apenas
parecía una pequeña chispa lanzada contra el horizonte. Los bomberos no habrían
llegado a tiempo por culpa de la lejanía del lugar. Pero eso era algo que ella
había buscado también desde que decidió que aquél era el sitio adecuado para
dejarse morir. Tal vez en el exacto momento en que comprendió que ni siquiera
yo –su único nieto, el último familiar vivo que le quedaba- iba a volver a
visitarla, excusado por aquel mar que nos separaba y por las muchas
obligaciones que, cada vez que ella me insistía, brotaban por doquier a mi
alrededor. Tal vez en el exacto momento en que entendió que aquella promesa que
le hice cuando la última vez era también una culpa disfrazada, la justificación
para poder salir huyendo a galope tendido de su lado, por abandonarla sin otra
compañía que sus recuerdos, en brazos de unos sueños que ya no podían
cumplirse.
Y en ese mismo instante he comprendido que las
cosas siempre pueden suceder de otro modo. Y que nos debemos el esfuerzo de
vivir junto a quienes nos aman y de amar a aquellos junto a quienes vivimos;
aunque exista un mar de por medio y nos hayamos ubicado en una casa solitaria más
allá de la colina.
Me ha gustado Vitelio...
ResponderEliminarMuchas gracias, amigo. Impaciente estoy de leer tu novela.
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