jueves, 6 de noviembre de 2014

No hay flores ya para Amalia

Las letras de su nombre apenas se distinguen. Cuando me fijé en ellas por vez primera, sí se leían perfectamente. Con esa tipografía romántica propia de la época, en su lápida, con nitidez, se mostraba orgulloso y rotundo: "Amalia".

Es curioso que en apenas estas dos décadas hayan pasado a ser casi ilegibles. Prefiero no atribuirme ninguna responsabilidad en ello, pero es cierto que a veces no he podido evitar pisar su lápida para poder maniobrar mejor a la hora de colocar las flores que cada noviembre llevo a la tumba de mis padres. Ambas son colindantes y sin apenas separación, por lo que en ocasiones resulta necesario auparme sobre el sepulcro de Amalia. Tal vez con ello mis zapatos han depositado algún hongo o similar sobre la vieja piedra de su lápida. Lo cierto es que el mármol, que se veía aún claro tras enterrar a mi madre y que seguía prácticamente igual tres años después, cuando mi padre, ha ido tornando a un gris ceniciento y moteado en que se confunden espacios vacíos, letras y números. Hoy, de hecho, ya casi ni distinguía las fechas que daban cuenta de la corta vida de Amalia: 1868-1887. ¡Dieciocho años, diecinueve a lo sumo!

Por supuesto que no tengo idea de cuál fue la causa de su fallecimiento. Por no saber, no sé ni su apellido, que pareció no importarle a quien encargó aquella lápida. Quizá no hiciera falta. O tal vez sí. Os aseguro en cualquier caso que ningún apellido, por sonoro que fuera, tendría para mí tanta fuerza como el solo nombre de pila de aquella joven. “Amalia” se me aparece como el único posible. ¿Acaso habría otro más adecuado? Difícilmente.

Me la imagino conversando, de pie, con algún apuesto caballero, en algún baile de la época: elegante vestido verde oscuro, los hombros al aire, guantes largos de raso gris azulado y los dedos sujetando un abanico cerrado, mientras en la otra mano, su carnet de baile -un hermoso trabajo en marfil- se halla repleto de nombres.

Amalia sería sin duda hermosa. Tendría un largo cabello cobrizo perfectamente recogido en un moño alto, sujeto con varios pasadores de perlas, dejando libre media coleta lo justo para que su extremo curvado apuntase a su tentadora nuca desnuda. Y sus ojos, verdes y profundos como el valle tras la tormenta, mirarían vivaces en busca del joven que, al fondo del salón, aún no le habría requerido de baile. Ese joven que, con mal disimulo, la llevaba observando desde que entrara.

No sé si llegarían a hablarse finalmente. Ni si él le declararía su amor incondicional y eterno mientras de fondo se oía la música de la orquesta. Pero hoy me he imaginado que sí; que fueron inmensamente felices, aunque sólo fuera aquella noche, huyendo en la calesa juntos, ajenos a murmuraciones, dejando que el cochero les llevase por las sendas del buen parque del Retiro, despacio, mientras palomos, vencejos, sapos y ranas llenaban de sonidos la noche de aquella primavera tardía…

Luego he vuelto a este 2014, tan lejano, para advertir que en todo este tiempo nunca he visto flores sobre la tumba de Amalia. Ni sobre ninguna otra cuya última anotación empezase por 18. He visto incluso cómo algunos sepulcros, que en mis primeras visitas a mis padres estaban siempre llenos de crisantemos, claveles o dalias, han ido quedándose poco a poco en despoblado, a medida que iban a su vez perdiéndose -supongo- las memorias que los sustentaban.

Porque sin duda la tumba de Amalia en su día debió también estar cubierta de flores: las de la pasión arrebatada de aquel joven, las del dolor inenarrable de sus padres, las de todos o algunos de quienes la conocieron y amaron... Pero la memoria de los seres humanos es sólo un poco más larga que sus vidas, y hoy, irremisiblemente, de la de Amalia sólo queda la que apenas se distingue en la desgastada lápida de su tumba.



Madrid, 3-4 de noviembre de 2014. 


5 comentarios:

  1. sic transit gloria mundi,caro vitelio

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  2. Hoy la has rescatado del olvido. Mucho mejor que unas flores, que se acaban marchitando y que las de los chinos, que son una auténtica horterada.

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  4. la belleza imaginada siempre es mayor que la real, aunque Amalia fuera realmente hermosa. Precioso relato!

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  5. Muchas gracias por vuestros comentarios. Fuerte abrazo

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