viernes, 28 de noviembre de 2014

La sombra que nos sigue

Nuestras vidas se construyen a base de instantes rotos, instantes en que la continuidad se detiene y nos dejan, de repente, mirándonos por dentro. Entonces dejamos de ser gotas arrastradas por la corriente, granos de arena que el viento desplaza aquí o allá y podemos tomar consciencia de qué somos realmente y, lo más importante, qué queremos hacer con lo que somos.

Puede ser por cualquier causa: el cielo que rompe repentinamente a llover, una cara desconocida en la multitud que nos hace recordar algo que habíamos olvidado, el reflejo del sol en una pared... Cada día nos brinda distintas oportunidades. Normalmente nuestras permanentes ocupaciones las vuelven imperceptibles, indiferentes; pero a veces, sólo a veces, por razones desconocidas, el tiempo se detiene justo ahí, a punto de que salgamos del ensimismamiento del día a día y, como Saulos derribados por el rayo, oigamos esa voz interior que nos dice que somos más, mucho más.

Hoy ese relámpago ha iluminado el cielo justo frente a mí y me ha descabalgado. Ha sido efectivamente sólo un momento, apenas una nachapopiana décima de segundo, pero ha bastado. Porque nada más caer a tierra, del mismo golpe ha surgido la pregunta y la respuesta: ¿por qué corres si la sombra que te persigue es sólo eso? Y me he dado cuenta de que era cierto, de que la urgencia que me impongo en tantas cosas casi siempre carece de sentido, como lo hace preocuparnos por nuestra sombra.

Porque, vamos a ver, si la sombra es nuestra y nace de una decisión libre de avanzar hacia la luz, ningún sentido tiene que nos asustemos o agobiemos con ella. Y si la sombra no es nuestra, entonces no depende de lo que hagamos que se mantenga o no y, desde luego, dejará de seguirnos más pronto que tarde.

Sin embargo, nos movemos por la vida como si nuestra sombra fuera más importante que nosotros mismos. Miramos permanentemente hacia atrás para ver si ahí sigue. Lo que hicimos, los errores pasados e incluso los aciertos son referencia permanente a la que nos agarramos, olvidando que sólo quien se atreve puede equivocarse o acertar y que, como avisan las gestoras de fondos, aciertos pasados no garantizan éxitos futuros.

Supongo que la ciencia tendrá una explicación. Tal vez se trate de un instrumento evolutivo para evitar cometer los mismos errores, para aprender de nuestro pasado y no repetir lo que hicimos mal. Si es así, algo debe andar mal calibrado, pues por mucho que nos fijemos en nuestra sombra, la experiencia señala que hay errores que somos capaces de reproducir hasta la saciedad.

O quizás sea un marcador genético procedente de los tiempos en que aún no éramos los amos del planeta, cuando debíamos mirar constantemente hacia atrás para ver si nos acechaba algún depredador. De ser así, sólo habría que preguntarse qué leones, lobos y osos son los que hoy nos asustan.

De todos modos, tengo la impresión de que, sea cual sea la causa, correr perseguidos por nuestras sombras es algo que podemos evitar. Nos debemos mucho más de lo que hemos hecho, de lo que hemos sido. Nos debemos nada menos que el presente, el nuestro y el de quienes nos rodean, éstos sí de carne, hueso y alma y no meros contornos oscuros perfilados en el suelo sobre el que pisamos. Y en ese presente, correr no es en modo alguno la mejor opción, so pena de convertirlo a su vez en un pasado imperfecto que nos persiga allá adonde vayamos.

Así que, con Platón, Antonio Vega o Robin Williams, carpe diem, amigo, carpe diem... Y que el viento de este día sea propicio.



Madrid, 27 de noviembre de 2014.


jueves, 6 de noviembre de 2014

No hay flores ya para Amalia

Las letras de su nombre apenas se distinguen. Cuando me fijé en ellas por vez primera, sí se leían perfectamente. Con esa tipografía romántica propia de la época, en su lápida, con nitidez, se mostraba orgulloso y rotundo: "Amalia".

Es curioso que en apenas estas dos décadas hayan pasado a ser casi ilegibles. Prefiero no atribuirme ninguna responsabilidad en ello, pero es cierto que a veces no he podido evitar pisar su lápida para poder maniobrar mejor a la hora de colocar las flores que cada noviembre llevo a la tumba de mis padres. Ambas son colindantes y sin apenas separación, por lo que en ocasiones resulta necesario auparme sobre el sepulcro de Amalia. Tal vez con ello mis zapatos han depositado algún hongo o similar sobre la vieja piedra de su lápida. Lo cierto es que el mármol, que se veía aún claro tras enterrar a mi madre y que seguía prácticamente igual tres años después, cuando mi padre, ha ido tornando a un gris ceniciento y moteado en que se confunden espacios vacíos, letras y números. Hoy, de hecho, ya casi ni distinguía las fechas que daban cuenta de la corta vida de Amalia: 1868-1887. ¡Dieciocho años, diecinueve a lo sumo!

Por supuesto que no tengo idea de cuál fue la causa de su fallecimiento. Por no saber, no sé ni su apellido, que pareció no importarle a quien encargó aquella lápida. Quizá no hiciera falta. O tal vez sí. Os aseguro en cualquier caso que ningún apellido, por sonoro que fuera, tendría para mí tanta fuerza como el solo nombre de pila de aquella joven. “Amalia” se me aparece como el único posible. ¿Acaso habría otro más adecuado? Difícilmente.

Me la imagino conversando, de pie, con algún apuesto caballero, en algún baile de la época: elegante vestido verde oscuro, los hombros al aire, guantes largos de raso gris azulado y los dedos sujetando un abanico cerrado, mientras en la otra mano, su carnet de baile -un hermoso trabajo en marfil- se halla repleto de nombres.

Amalia sería sin duda hermosa. Tendría un largo cabello cobrizo perfectamente recogido en un moño alto, sujeto con varios pasadores de perlas, dejando libre media coleta lo justo para que su extremo curvado apuntase a su tentadora nuca desnuda. Y sus ojos, verdes y profundos como el valle tras la tormenta, mirarían vivaces en busca del joven que, al fondo del salón, aún no le habría requerido de baile. Ese joven que, con mal disimulo, la llevaba observando desde que entrara.

No sé si llegarían a hablarse finalmente. Ni si él le declararía su amor incondicional y eterno mientras de fondo se oía la música de la orquesta. Pero hoy me he imaginado que sí; que fueron inmensamente felices, aunque sólo fuera aquella noche, huyendo en la calesa juntos, ajenos a murmuraciones, dejando que el cochero les llevase por las sendas del buen parque del Retiro, despacio, mientras palomos, vencejos, sapos y ranas llenaban de sonidos la noche de aquella primavera tardía…

Luego he vuelto a este 2014, tan lejano, para advertir que en todo este tiempo nunca he visto flores sobre la tumba de Amalia. Ni sobre ninguna otra cuya última anotación empezase por 18. He visto incluso cómo algunos sepulcros, que en mis primeras visitas a mis padres estaban siempre llenos de crisantemos, claveles o dalias, han ido quedándose poco a poco en despoblado, a medida que iban a su vez perdiéndose -supongo- las memorias que los sustentaban.

Porque sin duda la tumba de Amalia en su día debió también estar cubierta de flores: las de la pasión arrebatada de aquel joven, las del dolor inenarrable de sus padres, las de todos o algunos de quienes la conocieron y amaron... Pero la memoria de los seres humanos es sólo un poco más larga que sus vidas, y hoy, irremisiblemente, de la de Amalia sólo queda la que apenas se distingue en la desgastada lápida de su tumba.



Madrid, 3-4 de noviembre de 2014.