Nuestras vidas se construyen a base de
instantes rotos, instantes en que la continuidad se detiene y nos dejan, de
repente, mirándonos por dentro. Entonces dejamos de ser gotas arrastradas por
la corriente, granos de arena que el viento desplaza aquí o allá y podemos tomar
consciencia de qué somos realmente y, lo más importante, qué queremos hacer con
lo que somos.
Puede ser por cualquier causa: el cielo que rompe repentinamente a llover, una cara desconocida en la multitud que nos hace recordar algo que habíamos olvidado, el reflejo del sol en una pared... Cada día nos brinda distintas oportunidades. Normalmente nuestras permanentes ocupaciones las vuelven imperceptibles, indiferentes; pero a veces, sólo a veces, por razones desconocidas, el tiempo se detiene justo ahí, a punto de que salgamos del ensimismamiento del día a día y, como Saulos derribados por el rayo, oigamos esa voz interior que nos dice que somos más, mucho más.
Hoy ese relámpago ha iluminado el cielo justo frente a mí y me ha descabalgado. Ha sido efectivamente sólo un momento, apenas una nachapopiana décima de segundo, pero ha bastado. Porque nada más caer a tierra, del mismo golpe ha surgido la pregunta y la respuesta: ¿por qué corres si la sombra que te persigue es sólo eso? Y me he dado cuenta de que era cierto, de que la urgencia que me impongo en tantas cosas casi siempre carece de sentido, como lo hace preocuparnos por nuestra sombra.
Porque, vamos a ver, si la sombra es nuestra y nace de una decisión libre de avanzar hacia la luz, ningún sentido tiene que nos asustemos o agobiemos con ella. Y si la sombra no es nuestra, entonces no depende de lo que hagamos que se mantenga o no y, desde luego, dejará de seguirnos más pronto que tarde.
Sin embargo, nos movemos por la vida como si nuestra sombra fuera más importante que nosotros mismos. Miramos permanentemente hacia atrás para ver si ahí sigue. Lo que hicimos, los errores pasados e incluso los aciertos son referencia permanente a la que nos agarramos, olvidando que sólo quien se atreve puede equivocarse o acertar y que, como avisan las gestoras de fondos, aciertos pasados no garantizan éxitos futuros.
Supongo que la ciencia tendrá una explicación. Tal vez se trate de un instrumento evolutivo para evitar cometer los mismos errores, para aprender de nuestro pasado y no repetir lo que hicimos mal. Si es así, algo debe andar mal calibrado, pues por mucho que nos fijemos en nuestra sombra, la experiencia señala que hay errores que somos capaces de reproducir hasta la saciedad.
O quizás sea un marcador genético procedente de los tiempos en que aún no éramos los amos del planeta, cuando debíamos mirar constantemente hacia atrás para ver si nos acechaba algún depredador. De ser así, sólo habría que preguntarse qué leones, lobos y osos son los que hoy nos asustan.
De todos modos, tengo la impresión de que, sea cual sea la causa, correr perseguidos por nuestras sombras es algo que podemos evitar. Nos debemos mucho más de lo que hemos hecho, de lo que hemos sido. Nos debemos nada menos que el presente, el nuestro y el de quienes nos rodean, éstos sí de carne, hueso y alma y no meros contornos oscuros perfilados en el suelo sobre el que pisamos. Y en ese presente, correr no es en modo alguno la mejor opción, so pena de convertirlo a su vez en un pasado imperfecto que nos persiga allá adonde vayamos.
Así que, con Platón, Antonio Vega o Robin Williams, carpe diem, amigo, carpe diem... Y que el viento de este día sea propicio.
Madrid, 27 de noviembre de 2014.