Fue un grito seco y
cortado, un solo sonido apenas audible en el bullicio. Aquella mañana el
mercado estaba especialmente atestado, ante la proximidad de la fiesta de Ceres[1],
y nadie entre los cientos de vendedores, compradores y curiosos que se movían
enérgicamente entre los puestos, llegó a identificar aquel espasmo sonoro con
el de alguien que estuviera perdiendo la vida. Nadie detuvo su marcha, nadie
volvió la cabeza buscando la causa de aquel grito, que sólo cobró tal nombre en
el entendimiento de los panormitanos[2]
cuando se encontró el cuerpo degollado del infeliz Astiarco.
Lo hizo un comerciante de sal venido de Cirene, un par de minutos después del asesinato. Su estridente alarido sí paralizó inmediatamente la actividad de las tabernae[3] más cercanas. Y tras éstas, como un gigantesco dominó, fueron vaciándose una tras otra las demás, pues la noticia corrió de boca en boca tan rápidamente como suele hacerlo la curiosidad humana.
El cadáver, de hecho, estaba aún caliente cuando Quinto Aulio Vitelio pudo contemplarlo por vez primera. Sin embargo, y curiosamente, no se detuvo en ese detalle ni en la grotesca posición que presentaba: el cuerpo completamente doblado, sobre una de las letrinas, con la cabeza apoyada en el suelo en medio de un charco casi negro en que aparecía mezclada la sangre del propio fallecido con los detritus propios del lugar. Tales detalles -y otros muchos que después advertiría- no pudieron frente al fortísimo contraste de olores que desprendía el lugar, al unirse al propio del mismo el de la mucha sangre derramada, por un lado, y el muy perfumado que impregnaba la túnica y el cabello del fallecido, por otro. Aquella conjunción aturdía el sensible olfato del tribuno y le impedía entretenerse en otras observaciones, por lo que prefirió esperar a que se colapsase su pituitaria antes de seguir adelante.
No había aún terminado de asociar todos aquellos olores cuando alguien de aquella creciente multitud exclamó algo que, aunque no pudo escuchar del todo, contenía las palabras "asesino" y "allí". Este mismo entendimiento parcial debió llegar a gran parte de los congregados, que empezaron a moverse presos de una gran agitación tanto hacia el sitio del que procedía la advertencia como en sentido contrario. El valor de los decididos a enfrentarse a cualquier peligro junto al temor de los que no querían bajo ningún concepto toparse con el homicida consiguieron así algo que unos instantes antes semejaba imposible: dejar vacío el escenario del crimen.
Vitelio pudo así al fin examinar detalladamente el horroroso cuadro que la muerte violenta siempre deja tras de sí. De hecho, por más que hubiera visto otros varios antes, nunca dejaba de repugnarse con estupefacción ante un asesinato, lo que no le impedía situarse de inmediato en estado de alerta para poder interpretar la escena del modo más racional posible. Era ésa su contradicción y su singularidad. Gracias a ella, había podido ascender rápidamente en la magistratura del imperio, a pesar de haber perdido a sus padres a los pocos meses de edad y de la precariedad económica que siguió a dicha circunstancia. Había crecido huérfano, sí, pero ya de niño había llamado la atención de sus preceptores, quienes le procuraron la atención que requería su inmensa curiosidad. Además, había tenido la suerte de vivir bajo el gobierno del más grande y generoso de los emperadores, el augusto Trajano, quien no había dudado en emplear parte de su fortuna personal para favorecer la educación de niños sin recursos como él. De este modo, gracias a unos y otros y particularmente a sus extraordinarias aptitudes, Vitelio logró ingresar en el cursus honorum[4], ascendiendo al rango de tribuno en el que ahora se hallaba y en el que realmente podía desarrollar mejor que nadie su innata capacidad para desentrañar crímenes como el que ahora se le presentaba tan cercanamente.
De todos modos, sólo la casualidad (o, lo que es lo mismo, la caprichosa y cambiante voluntad de los dioses) explicaba que se encontrara en el mercado aquella mañana. Había entrado en él casi inadvertidamente, mientras deambulaba por el viejo foro abstraído en pensamientos que nada tenían que ver con los productos que allí se vendían. Una carta recibida de su querido maestro Ulpiano, en que le anunciaba su inminente llegada a Sicilia, tenía enteramente ocupada su mente cuando escuchó el chillido del mercader de Cirene, apenas a quinientos pies de donde se hallaba. Aquel grito, sin embargo, había activado instantáneamente sus sentidos, desvaneciendo toda imagen fuera de las que se desarrollaban a su alrededor, haciéndole intuir la presencia de un hecho violento y encaminándole seguro hacia el origen del mismo. Por eso llegó a las letrinas con la segunda oleada de curiosos, sin necesidad así de imponer su rango para situarse lo más cerca del cadáver y evitar que alguien pudiera moverlo o hacer desaparecer la valiosa información que necesitaba para averiguar lo que había pasado.
Ahora, tras la
llamada a la persecución del asesino que alguien había realizado, podía ya
observar todo el lugar en completa soledad, pues la turba lo había desalojado
con la misma urgencia con que lo había llenado. Vitelio hubiera querido darle
las gracias personalmente, por permitirle concentrarse en los hechos al margen
de impertinentes preguntas, interrupciones y aportaciones de la plebe. Mientras
no volvieran los perseguidores, tras haber dado alcance al asesino (o, de modo
mucho más probable, a algún infeliz vagabundo, borracho, tartamudo o extranjero
que no supiera dar inmediata cuenta de qué hacía allí donde lo encontraran),
podía llenar su memoria con cada imagen y detalle que sus ojos pudiesen captar.
Eso es lo que mejor hacía y lo que le llevaba a no pensar siquiera en apoyar al
grupo perseguidor. Si éste acababa acertando y localizaba al asesino, él podría
confirmarlo a partir de la observación que ahora empezaba a llevar a cabo. Si,
como casi siempre, el apresado nada tenía que ver con el crimen, podría
intentar evitar que le lincharan allí mismo. Por eso era preciso que, en el
menor tiempo posible, reuniera cuantos datos pudiera, para con ellos llegar
rápidamente a unas iniciales conclusiones provisionales sobre lo que había
ocurrido y, lo que era aún más importante, sobre lo que en ningún caso había
podido pasar.
Y a dicha tarea de escrutinio, recopilación y análisis se disponía cuando desde la misma puerta por la que había accedido a la sala ocupada por las letrinas, una potente voz se dirigió a él, en ese momento único ocupante de la misma:
-¿Qué diablos ha pasado aquí? -inquirió el recién llegado, en una mezcla de curiosidad, repugnancia y acusación velada hacia Vitelio.
-Eso es lo que intento averiguar -contestó el tribuno, todavía de espaldas a quien le había preguntado de modo tan insolente.
-¡Quinto Aulio Vitelio! ¿Por qué será que no me sorprende encontrarte aquí? -añadió la voz, cambiando su tono a uno claramente condescendiente.
-Lo mismo digo, Cato Sullio Máximo -respondió Vitelio, al tiempo que se daba la vuelta para saludar al recién llegado-. Y creo que te va a interesar mucho lo que aquí tenemos -añadió mientras apuntaba con el dedo al cuello desgarrado del cadáver.
Máximo era, desde
luego, de aquéllos que no se arredran ante la sangre. Sus buenos seis pies de
alto y su corpulencia ayudaban a imaginarle sereno y frío en casi cualquier
circunstancia. Sin embargo, eran aquellas cicatrices que recorrían las partes
visibles de su cuerpo –cara, brazos y piernas-, unidas a la mirada glauca de
sus ojos y la firmeza serena de sus movimientos las que de modo definitivo
permitían descartar que fuese a experimentar aprehensión alguna ante aquel
pobre desgraciado. Quienes le conocían, sabían que años de combate en los
frentes más duros le habían hecho estar demasiado cerca de la muerte para
considerarla una extraña. Y Vitelio le conocía bien, aunque nunca hubieran
coincidido en el campo de batalla.
El hombre se acercó
entonces siguiendo la indicación que se le hacía y, rodeando la mancha oscura
del suelo, se inclinó sobre el fallecido para observar mejor el perfecto corte
que presentaba en la garganta.
-Un soldado, sin duda -exclamó, sin dejar de mirar detenidamente-. O un cirujano, si se advierte que tan diestro corte no parece el que nuestras águilas acostumbran a hacer en batalla.
-¿Y por qué no, sin más, un asesino vocacional? -preguntó el tribuno a Máximo, haciendo ver a éste que se trataba de una pregunta en verdad retórica, mero pie al que anudar la conclusión que ya había alcanzado y que se disponía a compartir con él.
Máximo, sin embargo, no tenía intención de ponérselo fácil:
-Otra vez con tus historias de asesinos vocacionales. ¡Pero si nadie sabe qué es eso! ¿Acaso no recuerdas ya el ridículo que hiciste en Augusta Raurica[5]?
Vitelio lo recordaba perfectamente. Tres años antes, en su primer destino como tribuno, tuvo que resolver el homicidio de la esposa de un rico comerciante. Todos los datos apuntaban al marido, quien había amenazado públicamente a la fallecida que la mataría si seguía viendo a uno de los centuriones de la guarnición. Podría haberse tratado también de un ladrón, pues de la domus[6] habían desaparecido varias joyas la misma tarde en que encontraron el cuerpo sin vida de aquella desgraciada.
Sin embargo,
Vitelio atribuyó desde el principio la autoría a un asesino sin vínculo alguno
con la fallecida y que se hallaría de paso en la zona. Ni siquiera cuando
apareció el cuerpo colgado del viudo, junto a una nota de su puño y letra en
que pedía perdón a sus hijos por todo lo que había hecho, cambió Vitelio de
parecer ni se avino a reconocer su yerro. Aquel empecinamiento fue interpretado
como orgullo mal disimulado y, aunque el asunto se dio por cerrado con la
muerte del sospechoso -no obstante las joyas siguieran sin haber aparecido-,
Vitelio fue llamado a Mogontiacum[7]
por el propretor y severamente advertido de que un servidor público no puede
actuar de espaldas al entendimiento general.
-Entonces tenía razón, aunque no pudiera demostrarlo -replicó Vitelio finalmente a su amigo.
-Con razón o sin
ella, el ridículo te lo llevaste igual.
-Sí, pero el
ridículo es un precio muy bajo por mantenerte fiel a ti mismo –zanjó el tribuno-.
En cualquier caso, si te atienes a lo que aquí vemos, convendrás conmigo en que
nos hallamos ante un asesino que ha matado por matar, sin motivación especifica
distinta.
Sin decir nada, Máximo mostró una media sonrisa y se dispuso a escuchar la exposición de Vitelio.
-Lo primero es el escenario. Por supuesto que no es la primera vez que acontece un crimen en las letrinas de un edificio público, pero la experiencia demuestra que suelen producirse tras algún tipo de discusión previa, usualmente de origen pasional, pues la familiaridad y el habitual tránsito que se dan en ellas las convierten en lugar poco adecuado para ladrones, vengadores o justicieros, que prefieren siempre mayor discreción para acometer sus planes. Por eso las víctimas que se encuentran en estos espacios públicos aparecen con heridas varias y signos evidentes de haber peleado o forcejeado con sus agresores. Frente a ello, en el presente caso la víctima fue degollada sin previo aviso, sin que pudiera siquiera imaginar que iba a ser atacada. Así se deduce del hecho de que sus brazos y manos no presenten herida ni erosión alguna, lo que permite colegir que no tuvo oportunidad de defenderse, a pesar de que el ataque se produjo de frente, vista la homogeneidad del corte y el que la víctima estuviera sentada en la letrina y allí permanezca aún.
-¿Y por qué no pudo ser colocado el cuerpo a posteriori en la letrina por el asesino? -inquirió Máximo, más por demostrar que seguía el hilo del razonamiento que por considerar seriamente como plausible tal alternativa.
-De haber sido así -señaló Vitelio como si Máximo fuese su hijo y quisiera poner en valor el hecho de que hubiese formulado una hipótesis, aunque fuera errónea- habría restos de sangre en el suelo en ese otro lugar o evidencias de haber sido la misma limpiada. Nada de eso aparece aquí. La mucha sangre que hay se concentra a los pies del fallecido y ha manado directamente del corte en su garganta; luego tuvo que morir donde se encuentra. A esa misma conclusión se llega observando la piel en torno al corte homicida. Si alguien hubiera movido el cuerpo, el desgarro del cuello se habría acrecentado por el peso de la cabeza apenas unida al tronco. La herida se muestra en cambio definida y se explica perfectamente con un solo aunque vigoroso tajo.
-Bien -objetó Máximo-, pero eso únicamente apunta a que el ataque se produjo con el fallecido sentado donde aún se halla y de modo inesperado para él. ¿Cómo saltar de ahí al hecho de que el asesino le escogiera aleatoriamente?
-No he dicho que le escogiera al azar, sólo que no se conocían y que no había ninguna causa aparente para matarle.
-Pero… si no se conocían y el asesino no tenía motivos... ¿por qué lo hizo?
-Amigo mío, motivo sí había. Siempre hay un motivo; incluso ante el hecho más absurdo o inasequible a nuestro entendimiento. Lo que digo es que, en este caso, ese motivo no tiene nada que ver con los que habitualmente creemos como únicos que permiten explicar un acto tan abyecto. Privar de la vida a otro, salvo que se trate de un deber guerrero o del ejercicio del imperium[8], hiere tanto nuestra conciencia de ciudadanos civilizados que necesariamente hemos de buscar una razón que nos permita asimilar el crimen. Y de ahí que pensemos comúnmente en venganzas, odios, envidias, pasiones de la carne o simples robos. No es que estos móviles nos parezcan aceptables, pero al menos nos parecen humanos.
-¿Pero pueden existir otros distintos a ésos?
-Por supuesto. E incluso motivos puramente aleatorios, como aquí creo que ocurre… De hecho –mudó el tono a uno más solemne-, si me dejas seguir, tal vez consiga explicártelo y lograr que dejes de mirarme con esa cara de absoluta incredulidad… -era un golpe bajo y Vitelio lo sabía, pero le preocupaba más que los perseguidores capturasen a un inocente antes de que pudiera demostrarles que lo era y necesitaba cuanto antes convencer a su amigo para que le apoyara después frente a la muchedumbre excitada.
-De acuerdo, señor -repuso Máximo con semblante serio-; no se preocupe, que no volveré a molestarle -añadió remarcando el distanciamiento derivado de la jerarquía que existía entre ellos a pesar de su amistad.
Vitelio le observó un momento, apenado por no haber sido capaz de evitar aquella reacción. Pensó en qué decir para disculparse, pero algo llamó su atención a la espalda de su amigo, algo en lo que no había reparado hasta ese momento, absorto como estaba en el cadáver y su entorno inmediato, algo que desde la distancia parecía extraño encontrar en un lugar como aquél y cuya presencia le resultaba especialmente perturbadora ante el hecho de que hubiera sido asesinado un hombre a escasos quince pies[9] de aquel objeto...
[2] Palermo era denominada
en época romana Panormus. Sus
habitantes eran así denominados panormitanos,
gentilicio que sigue usándose hoy en día junto al de palermitano.
[3] Nombre con que los romanos designaban las tiendas o establecimientos
comerciales que daban directamente a la calle.
[4] Carrera o progresión que en Roma se seguía según se iba accediendo a
los diversos cargos públicos.
[5] Augusta (o Colonia) Raurica, era el nombre de una ciudad romana
situada cerca de la actual Basilea (Suiza), que alcanzó su máximo esplendor en
los ss. I a III de nuestra era; fue capital de provincia e importante foco
comercial, llegando a tener una población de cerca de 20.000 habitantes.
[6] Casa prototípica unifamiliar romana de cierto nivel.
[7] Nombre de la actual Maguncia (Alemania), que desde Domiciano fue
capital de la provincia de Germania Superior, a la que pertenecía Augusta
Raurica.
[8] Término que puede
traducirse hoy como “jurisdicción” y que ostentaban los magistrados romanos,
incluidos aquéllos que podían condenar a muerte o ejecutar directamente al reo.
[9] El pie romano equivale a 29,62 cm.
Tiene buena pinta tu novela. ¿Por qué es tu novela no?
ResponderEliminarJajaja. Muy agudo. Un abrazo
Eliminar¿Cuándo continua este relato?
ResponderEliminarEstoy terminando el libro que me estoy leyendo y estaría bien poder continuar con este.
Jajaja, besos.
Pues ya sabes, si quieres que continúe, propón/escribe lo que te apetezca y vamos viendo. ¡¡Y hazlo antes de que te acabes el libro con el que estás!! Besos
EliminarParece mas interesante está que la 1ª, pero también es mas largo el relato y te metes mas en la historia, así que habrá que seguir leyendo para decantarse.
ResponderEliminarSeguiremos, pues. Muchas gracias por tu comentario.
EliminarSin duda mejor la segunda. Me parece que has encontrado tu estilo, mucho más natural y fluido que en la anterior. Y la trama es interesante y atractiva, ¡estoy deseando la siguiente entrada!
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario. Creo que esta historia es sin duda más novelable. Y de hecho la idea está mucho más desarrollada desde el principio. Un abrazo,
EliminarEstoy deseando la siguiente entrega.
ResponderEliminarGracias, Margarita. Pronto será, espero.
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