domingo, 18 de agosto de 2013

Los monos de Gibraltar ya no vuelan en Iberia

Digamoslo sin rodeos: lo de Gibraltar nos va en el carácter. Claro que tenemos razón, porque lo del tal Fabián Picardo -que ya de entrada gasta nombre de chulo de barrio- tirando bloques de hormigón al mar como quien suelta chinitas en el estanque, no admite ni medio pase. Y claro, si el señorito -junto con otros 6.000 de sus paisanos- resulta además que en verdad reside, o veranea, o pela la pava en un bonito inmueble en San Roque -ya saben, de donde el perro sin rabo- comprado en este todo-en-venta en que hemos convertido nuestra costa, pues ¡cómo no cabrearse y ponerse a revisar hasta el calzón del orto de cada fulano que entra en nuestra piel de toro procedente de ese peñón lleno de monos y monas! Porque a ver si nos enteramos: ese territorio, precisamente por ser una colonia (de las que desaparecieron del resto del planeta -y particularmente del resto de Europa- hace mucho) no pertenece ni al espacio Schengen ni a la madre que lo parió. Es decir, que no existe ni libre circulación ni leches en vinagre. Y que lo que se quiera introducir en nuestro país desde aquel ejemplo de economía sostenible, debe pagar los royalties que correspondan.

Si a eso le adjuntamos -que decimos ahora de tanto email que escribimos- la suerte de filibusterismo ambiental de que hace gala el repetido Picardo -que bien podría también ser el nombre del capitán de algún barco pirata de época-, pues lo dicho. Y es que desde tiempo inmemorial, si en algo hemos sido eficaces los españoles es en darle bien por saco a quien nos buscaba las pelotas. Que a buenas, somos amigos, pero a malas...

Ocurre empero que al final, todo eso no nos cambia demasiado la vida. Vamos, que podría resultarnos por completo indiferente. Como el color de las bragas de su Serenísima Reina (¡Dios la guarde muchos años!) o el número de cromosomas de la chinchilla roja del Amazonas. Si no nos tocara los huevos, ni siquiera nos parecería noticia en este agosto tan repetitivo. 

Tema distinto es lo de Iberia. Aquí la cosa sí que tiene, además de guasa, tono francamente preocupante. Porque uno no acaba de entender cómo una compañía que llevaba años dando beneficios y con tres mil millones de euros en caja, en menos de un lustro y coincidiendo justo con la fusión con British, ha pasado a ser simplemente la
niña tonta de las aerolíneas, la low cost más cara que uno pueda imaginarse y en definitiva, un auténtico cachondeo volante. No es que te cobren por pegarte las rodillas contra el de enfrente -incluso cuando el vuelo dura algunas horas-, que no puedas facturar on line cuando has pagado con tarjeta -a pesar de que hayan pasado tres meses desde que sacaste el billete y, por tanto, la pasta la tengan en su poder desde entonces-, ni que te tengas que tragar colas interminables para poder soltar las pocas maletas que puedes llevar sin dejarte el sueldo de un año en el intento, sino que además va el super cool del Consejero Delegado de IAG -un tipo muy listo, según dicen- y te suelta que como Iberia sigue siendo poco rentable, los nuevos aviones que compre el grupo van a ser para... ¡Vueling!... y, si queda alguno, para British Airways. Todo eso, con acento muy english, aunque el señorito sea irlandés.

Y digo yo: los citados tres mil kilos de la caja de Iberia, ¿qué fue de ellos?; ¿se puede asegurar que ni uno se empleó en tapar el agujero del fondo de pensiones de British? Y los miles de millones de coste de la T4, ¿nos los gastamos todos los españoles para llenarla de aviones de British  Airways o, simplemente, para desviar las rutas hacia América en favor de otras compañías?

Claro, debe ser que para nosotros el turismo es poco relevante y no necesitamos apoyarlo con una compañía española de bandera con 80 años de historia. Y que asegurar las conexiones con aquel continente tan poco relacionado con nuestro país es menos importante que el que los monos de Gibraltar sean españoles.

O, en definitiva, que Mr. Walsh no nos ha tocado las narices lo suficiente. Pero no se preocupen, que todo se andará. 

jueves, 1 de agosto de 2013

PRIMERA DE TRES - EL CUADERNO ROJO




Verás, estimado lector, no sé si por influjo del pertinaz siroco que en los últimos meses ha soplado en mi existencia o por pura testarudez en resistirme al mismo, pero lo cierto y verdad es que al final no hay una, sino tres distintas historias en ciernes con aspiración de llegar a novela. Como irás comprobando de su sucesiva publicación en este cuaderno de bitácora, cada una es por completo distinta a las demás y se desarrolla en épocas absolutamente dispares. No me preguntes por qué ni cómo llegaron a mí, pues no sabría responder, pero las tres están ahí y reclaman su derecho a crecer y desarrollarse, así que las opciones se acrecientan y la importancia de tu opinión también. Por eso te pido que te manifiestes, que no dejes que lo hagan otros por ti y que, de entrada, me digas cuál de los tres inicios que propongo te atrae más, cuál en definitiva te gustaría ver completado o, simplemente, sobre cuál de ellos te agradaría seguir leyendo.

Y nada más; empecemos sin más demora con la primera de las tres propuestas.


EL CUADERNO ROJO

 

Por fin lo había encontrado. Existía. El ya lo sabía; siempre lo había sabido. Pero tenerlo delante y poder contemplarlo representaban la culminación de una secreta esperanza y, por ende, de una incierta ansiedad. Sólo entonces se dio cuenta: los que sueñan siempre esperan y en la espera, incluso el más paciente experimenta tarde o temprano el desasosiego de no saber si aguarda en vano. Y él no era, desde luego, ejemplo alguno de paciencia.

Lo había imaginado de otro modo. Quizá más grueso, más grande también el formato, pero lo que le llamó más la atención fue sin duda el intenso color rojo de la cubierta. En sus sueños, él siempre se lo había representado encuadernado del modo más discreto: los diarios no pueden llamar la atención desde sus tapas -era obvio-. Sin embargo, aquel rojo pasión, ahora, también le parecía una buena idea: ¿acaso los animales más inofensivos no se visten con colores chillones para asustar a sus depredadores?

Tocó apenas la superficie y se asombró al comrobar que, a pesar de su aspecto aterciopelado, era más bien rugosa. Y lo abrió, sólo para cerciorarse de que había algo escrito en su interior, de que no se trataba de un falso sueño, de un espejismo al que su obsesión le hubiera podido arrastrar. Resolló de satisfacción cuando vio todas aquellas hojas llenas de palabras. El tesoro más preciado que tanto había buscado estaba efectivamente allí. Podía, pues, por fin, aprehenderlo. Se sentó y se dispuso a leer. Abacó los dedos y folgó en las hojas que le llamaban como niños pequeños y risueños. Y tuvo por fin a Yaiza.

Leyó con parsimonia, como si el futuro ya sólo le perteneciera a ella, como si el tiempo no contara más que para saber de ella. Se detuvo primero en cada letra, asombrándose de la hermosa caligrafía; de los bucles, levógiros y dextrógiros; de las cúspides, óvalos, hampas y jambas... No había que ser un perito para comprender que aquel cuaderno había sido escrito con amor, con infinita dulzura, y que lo había hecho alguien con una habilidad escritural muy apreciable. La inclinación, levísima pero observable hacia la derecha, junto a la limpieza de los trazos, ya decían mucho. La armonía, sin embargo, procedía de modo principal de la elegancia intrínseca de cada signo, de la belleza de cada letra, de su capacidad para evocar épocas pasadas en que la escritura, la caligrafía, eran en verdad un arte, y no precisamente menor. Definitivamente, en este presente devaluado por el mecanicismo y la tecnología, leer aquel diario suponía un inmenso regalo, un placer difícil de describir.

Siguió leyendo. No buscaba nada en particular, pero se descubrió repentinamente intrigado, casi ansioso por averiguar todo lo que aquel diario podía contarle de Yaiza. Se sintió como cuando de niño se ocultaba a oscuras en su habitación y escudriñaba los movimientos de aquella muchacha -cuyo nombre nunca supo-, que vivía en el edificio al otro lado de su calle. Como aquella vez en que comenzó a desvestirse cerca de su ventana, la que él espiaba, hasta que bajó la persiana y le privó de contemplarla en toda su belleza. Aquellos instantes, aquel breve sueño, su anhelo, estaban de nuevo allí, frente a aquel libro rojo que cada vez leía con más ansiedad, confiando en que esta vez nada le impediría conocer la belleza interior de su amada, esta sí con un nombre.


Madrid, 29 de mayo-31 de julio de 2013.