Digamoslo sin rodeos: lo de Gibraltar nos va en el carácter. Claro que tenemos razón, porque lo del tal Fabián Picardo -que ya de entrada gasta nombre de chulo de barrio- tirando bloques de hormigón al mar como quien suelta chinitas en el estanque, no admite ni medio pase. Y claro, si el señorito -junto con otros 6.000 de sus paisanos- resulta además que en verdad reside, o veranea, o pela la pava en un bonito inmueble en San Roque -ya saben, de donde el perro sin rabo- comprado en este todo-en-venta en que hemos convertido nuestra costa, pues ¡cómo no cabrearse y ponerse a revisar hasta el calzón del orto de cada fulano que entra en nuestra piel de toro procedente de ese peñón lleno de monos y monas! Porque a ver si nos enteramos: ese territorio, precisamente por ser una colonia (de las que desaparecieron del resto del planeta -y particularmente del resto de Europa- hace mucho) no pertenece ni al espacio Schengen ni a la madre que lo parió. Es decir, que no existe ni libre circulación ni leches en vinagre. Y que lo que se quiera introducir en nuestro país desde aquel ejemplo de economía sostenible, debe pagar los royalties que correspondan.
Si a eso le adjuntamos -que decimos ahora de tanto email que escribimos- la suerte de filibusterismo ambiental de que hace gala el repetido Picardo -que bien podría también ser el nombre del capitán de algún barco pirata de época-, pues lo dicho. Y es que desde tiempo inmemorial, si en algo hemos sido eficaces los españoles es en darle bien por saco a quien nos buscaba las pelotas. Que a buenas, somos amigos, pero a malas...
Ocurre empero que al final, todo eso no nos cambia demasiado la vida. Vamos, que podría resultarnos por completo indiferente. Como el color de las bragas de su Serenísima Reina (¡Dios la guarde muchos años!) o el número de cromosomas de la chinchilla roja del Amazonas. Si no nos tocara los huevos, ni siquiera nos parecería noticia en este agosto tan repetitivo.
Tema distinto es lo de Iberia. Aquí la cosa sí que tiene, además de guasa, tono francamente preocupante. Porque uno no acaba de entender cómo una compañía que llevaba años dando beneficios y con tres mil millones de euros en caja, en menos de un lustro y coincidiendo justo con la fusión con British, ha pasado a ser simplemente la
niña tonta de las aerolíneas, la low cost más cara que uno pueda imaginarse y en definitiva, un auténtico cachondeo volante. No es que te cobren por pegarte las rodillas contra el de enfrente -incluso cuando el vuelo dura algunas horas-, que no puedas facturar on line cuando has pagado con tarjeta -a pesar de que hayan pasado tres meses desde que sacaste el billete y, por tanto, la pasta la tengan en su poder desde entonces-, ni que te tengas que tragar colas interminables para poder soltar las pocas maletas que puedes llevar sin dejarte el sueldo de un año en el intento, sino que además va el super cool del Consejero Delegado de IAG -un tipo muy listo, según dicen- y te suelta que como Iberia sigue siendo poco rentable, los nuevos aviones que compre el grupo van a ser para... ¡Vueling!... y, si queda alguno, para British Airways. Todo eso, con acento muy english, aunque el señorito sea irlandés.
Y digo yo: los citados tres mil kilos de la caja de Iberia, ¿qué fue de ellos?; ¿se puede asegurar que ni uno se empleó en tapar el agujero del fondo de pensiones de British? Y los miles de millones de coste de la T4, ¿nos los gastamos todos los españoles para llenarla de aviones de British Airways o, simplemente, para desviar las rutas hacia América en favor de otras compañías?
Claro, debe ser que para nosotros el turismo es poco relevante y no necesitamos apoyarlo con una compañía española de bandera con 80 años de historia. Y que asegurar las conexiones con aquel continente tan poco relacionado con nuestro país es menos importante que el que los monos de Gibraltar sean españoles.
O, en definitiva, que Mr. Walsh no nos ha tocado las narices lo suficiente. Pero no se preocupen, que todo se andará.