martes, 18 de diciembre de 2012

Los mejores



No es un tópico; es un hecho: cuando los perdemos, el vacío es tan grande y la tristeza tan profunda que no nos deja otro consuelo que concluir que, efectivamente, siempre se van primero los mejores. Sólo así podemos intentar convencernos de que existe una razón última para algo tan inaceptable. Sólo así nuestra conciencia evita perderse para siempre entre las heridas abiertas del dolor.

Los psicólogos recomiendan ponerle nombre a la pérdida, verbalizarla, sacarla fuera, compartirla y, en definitiva, llorarla. Pero, ¿cómo, simplemente, explicarla? La fe lo intenta hacer señalando que nuestras limitaciones como seres humanos no impiden que al fallecer aflore nuestra alma inmortal y que, por ello, no importa tanto entender por qué mueren quienes amamos como saber que en realidad siguen y seguirán siempre vivos.

Y ciertamente sin fe ni psicología es difícil de comprender cómo el hombre puede soportar determinadas situaciones en que no podemos siquiera representarnos un límite al sufrimiento por la pérdida de alguien muy amado.

No es cuestión de poner ejemplos o supuestos concretos, pues en esta escala en que nos movemos, los números no tienen por qué seguir un determinado orden. No hay objetividad posible cuando de la muerte de quien queremos se trata. Pero sí es cierto que resulta más fácil dar consuelo a quien acaba de perder, por ejemplo, a alguien ya anciano que a quien le han privado de un ser muy querido que aún estaba en plena infancia. Porque, ¿qué se puede decir siquiera a quien acaba de perder a un hijo preadolescente en un estúpido accidente? ¿Cómo afrontar esa realidad sin que te tiemble la voz al hacerlo y sin que las palabras suenen tan absurdas como huecas?

Hay quien en esos momentos, movido por esa asombrosa fuerza interior del verdadero gigante, es capaz de compartir serenamente el dolor y canalizarlo para ayudar a quien acaba de sufrir tan duro golpe. Pero a la mayoría, tengamos hijos o no en esa edad, nos costará una enormidad asimilar el hecho y sólo podremos esbozar una mueca de apoyo, que aunque no bastará obviamente para calmar siquiera un punto el dolor, quizá ayude a traslucir que lo entendemos, que lo compartimos, que sí que esta vez podemos sentirnos indefensos juntos, vencido el pudor que desde pequeñitos nos imbuyen a no mostrar debilidad frente a los demás.

Y es entonces, ciertamente, cuando se comprende que nuestra estructura vital está plagada de apoyos absurdos y huérfana de otros pilares verdaderamente importantes. En muchos casos, como digo, por mera inercia de un entendimiento excesivamente rígido de lo que debe ser. En otros, paradojas de la vida, por precisamente todo lo contrario: la incapacidad para comprender que ninguno teníamos por qué haber sido y que, por ello, cada minuto en que estamos aquí es efectivamente un regalo que debemos aprovechar.

Como sin duda hizo Daniel. Como estoy seguro, Raúl y Eva, que sabréis seguir haciendo los dos; por más que ahora el día y el minuto y todo lo demás puedan parecer simplemente odiosos, vacíos y negros.


Madrid, 5 de diciembre de 2012

2 comentarios:

  1. Yo creo que funcionamos mucho más a base de instintos de lo que nuestra inteligencia y orgullo gustan de aceptar, lo descubrí con la maternidad y lo confirmé en una situación como la que describes. El instinto de supervivencia es enorme, omnipresente, dominante e invasivo pero sobre todo es imprescindible, sin él no podríamos llegar a soportar sufrimiento como el que describes. A quienes no contamos con el consuelo de otra vida, es lo único que nos funciona.
    Enviaría mi solidaridad a esas personas pero, a estos efectos, no creo en ella.

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    1. Muchas gracias por tu comentario. Sin duda el instinto de supervivencia es tan imprescindible como refieres, pero yo personalmente me niego a creer que baste con él, que seamos simples genes egoístas, como señala por ejemplo Richard Dawkins en su en cualquier caso magnífico libro de 1976. Llámalo orgullo o simple ingenuidad. De todos modos, sea lo uno o lo otro, o los dos, siempre será mejor si somos capaces de compartirlo; aunque en situaciones así, efectivamente sea difícil siquiera intentarlo.

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