No es un tópico; es
un hecho: cuando los perdemos, el vacío es tan grande y la tristeza tan
profunda que no nos deja otro consuelo que concluir que, efectivamente, siempre
se van primero los mejores. Sólo así podemos intentar convencernos de que
existe una razón última para algo tan inaceptable. Sólo así nuestra conciencia
evita perderse para siempre entre las heridas abiertas del dolor.
Los psicólogos recomiendan ponerle nombre a la pérdida, verbalizarla, sacarla
fuera, compartirla y, en definitiva, llorarla. Pero, ¿cómo, simplemente,
explicarla? La fe lo intenta hacer señalando que nuestras limitaciones como
seres humanos no impiden que al fallecer aflore nuestra alma inmortal y que,
por ello, no importa tanto entender por qué mueren quienes amamos como saber
que en realidad siguen y seguirán siempre vivos.
Y ciertamente sin fe ni psicología es difícil de comprender cómo el hombre puede
soportar determinadas situaciones en que no podemos siquiera representarnos un
límite al sufrimiento por la pérdida de alguien muy amado.
No es cuestión de poner ejemplos o supuestos concretos, pues en esta escala en
que nos movemos, los números no tienen por qué seguir un determinado orden. No
hay objetividad posible cuando de la muerte de quien queremos se trata. Pero sí
es cierto que resulta más fácil dar consuelo a quien acaba de perder, por
ejemplo, a alguien ya anciano que a quien le han privado de un ser muy querido
que aún estaba en plena infancia. Porque, ¿qué se puede decir siquiera a quien
acaba de perder a un hijo preadolescente en un estúpido accidente? ¿Cómo
afrontar esa realidad sin que te tiemble la voz al hacerlo y sin que las
palabras suenen tan absurdas como huecas?
Hay quien en esos momentos, movido por esa asombrosa fuerza interior del
verdadero gigante, es capaz de compartir serenamente el dolor y canalizarlo
para ayudar a quien acaba de sufrir tan duro golpe. Pero a la mayoría, tengamos
hijos o no en esa edad, nos costará una enormidad asimilar el hecho y sólo
podremos esbozar una mueca de apoyo, que aunque no bastará obviamente para
calmar siquiera un punto el dolor, quizá ayude a traslucir que lo entendemos,
que lo compartimos, que sí que esta vez podemos sentirnos indefensos juntos,
vencido el pudor que desde pequeñitos nos imbuyen a no mostrar debilidad frente
a los demás.
Y es entonces, ciertamente, cuando se comprende que nuestra estructura vital
está plagada de apoyos absurdos y huérfana de otros pilares verdaderamente
importantes. En muchos casos, como digo, por mera inercia de un entendimiento
excesivamente rígido de lo que debe ser. En otros, paradojas de la vida, por
precisamente todo lo contrario: la incapacidad para comprender que ninguno
teníamos por qué haber sido y que, por ello, cada minuto en que estamos aquí es
efectivamente un regalo que debemos aprovechar.
Como sin duda hizo Daniel. Como estoy seguro, Raúl y Eva, que sabréis seguir
haciendo los dos; por más que ahora el día y el minuto y todo lo demás puedan
parecer simplemente odiosos, vacíos y negros.
Madrid, 5 de diciembre de 2012