viernes, 23 de noviembre de 2012

EL MOJÓN DEL LOBO




Mi padre estuvo en Belchite, ese pueblo que aún hoy puede visitarse tal cual quedó tras los intensos combates que lo asolaron durante la Guerra Civil. Franco decidió que no se restaurase, según parece, para que a diferencia de esos tantos otros lugares de nuestra geografía que padecieron igualmente el horror de las bombas y los disparos, allí el olvido no fuera tan fácil.

Mi padre participó en aquella terrible batalla, aunque él siempre me dijera que no disparó un solo tiro. Y es posible que así fuera, pues su condición de capitán médico parece que no lo requería.

Le habían movilizado y asignado al Ejército del Este del General Pozas. Mi padre era ya médico en ejercicio cuando empezó la contienda y en dicha condición fue llevado al frente; por lo que sí, aunque luchara en Belchite, pudo perfectamente hacerlo con bisturíes, gasas, aguja e hilo de coser. Supongo que su especialidad de neurología no era demasiado valorada en aquellas circunstancias y que en definitiva era la medicina de campaña, herida y amputación la única para la que precisaban de sus servicios. Y es una lástima, porque si le hubieran dejado desarrollar su verdadera especialización -la psiquiatría entonces no era más que una subrama de la neurología-, a lo mejor hubiera podido ayudar a los distintos contendientes a no terminar de volverse locos. Pero si improbable resulta efectivamente que llegase a disparar algún tiro, más cuesta creer que le dejaran tratar a soldado, suboficial ni oficial alguno de las dolencias que aquel horror les producirían. Simplemente no me imagino que quienes llevaban a sus compatriotas a las trincheras y a la muerte contemplaran bien la idea de un psiquiatra que pudiera ayudarles a ver lo absurdo de esa situación.

Yo nací  muchos años después de aquello, pero el hombre que conocí no era desde luego de izquierdas. Y tampoco creo que lo hubiera sido antes. Simplemente vivía en Barcelona cuando estalló la Guerra. Y Barcelona era zona republicana, así que le movilizaron los de ese bando. Daba igual; en aquellos tiempos todos tenían que ser de una de las dos Españas machadianas. Y si no lo eras, te asignaban la que tocara y punto.

Aún conservo la sentencia que dictó el Consejo de Guerra franquista que le condenó. Para quien ama el Derecho, es una pura aberración, un ejemplo de autocomposición sin ningún sentido. Dice así:

"RESULTANDO: Que el procesado M.T.F., de profesión médico, de filiación política de derechas y de buena conducta privada y profesional, que al iniciarse el Glorioso Movimiento Nacional se encontraba prestando sus servicios profesionales en el Sanatorio de San Justo Desverne, continuando en dicho Sanatorio, donde socorrió y escondió a personas de derechas que allí se encontraban. Movilizado su reemplazo se incorporó a filas y por su profesión fue asimilado al grado de Teniente Médico con destino en un hospital de la retaguardia y con posterioridad ascendió a Capitán Médico siendo destinado a unidades del frente donde actuó como ayudante del Jefe de Sanidad de la 25 División roja. Se desconoce que haya tomado parte en hechos delictivos ni otra actuación que la puramente profesional.

"Y CONSIDERANDO: Que los hechos que se dejan relatados son constitutivos de un delito de auxilio para cometer la rebelión militar previsto y penado en el párrafo primero del art. 240 del Código de Justicia Militar y del que es responsable en concepto de autor el procesado.

"FALLAMOS: Que debemos condenar y condenamos al procesado M.T.F. a la pena de DOCE AÑOS Y UN DÍA DE RECLUSION MENOR, llevando consigo las accesorias legales correspondientes."

Afortunadamente la sentencia apenas se ejecutó. Mi padre tenía buenos amigos que intercedieron por él y pudo abandonar la cárcel a los pocos meses. Otros muchos no tuvieron esa suerte y fueron inmediatamente ejecutados o pasaron largas temporadas en prisión. Algunos eran los mismos que habían ejecutado antes a compatriotas del bando contrario. La mayoría, sin embargo, nada le debía al bando contrario. Unos y otros sufrieron el último acto devastador de aquella guerra fratricida.

Pero la memoria es falsa. Y más cuando la construyes con los recuerdos que has escuchado a otros. Por eso hoy me he acordado de Belchite, cuando navegando por la red me he topado con una página que narra y adjunta fotografías de una de las posiciones artilleras del ejército republicano en aquella batalla: la del Mojón del Lobo.

Mi padre me lo había contado ya cuando niño. Y como niño me había quedado grabado para siempre. Me había dicho que los zapadores republicanos habían agujereado la montaña para emplazar mejor los cañones y poder alcanzar con menos riesgo a los defensores nacionales del pueblo. Y me contó que los artilleros le provocaban incitándole a mirar a través de aquellas inmensas oquedades diciéndole: "Mira, mira, y verás cómo le damos al cabrón de tu primo".

Aquello, como digo, marcó mi mente infantil, que no entendía que alguien pudiese realmente regodearse como lo hacían aquellos hombres, a quienes mi imaginación pintaba con grandes bocas siniestras, abiertas como los agujeros de la montaña, por las que salían a borbotones sus carcajadas como inmensas bolas de fuego contra el indefenso primo de mi padre. Y a éste le veía aguantando firme el desafío de aquellos malnacidos, apretando los dientes y los puños por no poder evitar que apuntasen a su primo.

Años después, ya fallecido mi padre, leí en algún lado que efectivamente mi tío segundo había muerto en aquella batalla, fusil en mano, defendiendo la población de la que era Alcalde. Y aquella historia infantil, casi perdida de mi memoria, volvió a visitarme. Pero de nuevo el tiempo y las miles de cosas que nos obligamos a hacer agobiados con su transcurso hicieron que me olvidara de ello por segunda vez.

Hasta hoy, al ver las fotos en la web de aquellas inmensas cuevas y sus ventanas, las mismas que me describía mi padre cuando niño, las mismas que mi imaginación pintaba negras y oscuras, como si supiera que hasta el nombre de aquel lugar era siniestro. Y al contemplarlas, aquella lejana historia se ha presentado inquietante y desabrida. Porque sí que era cierto que en aquella guerra unos primos tenían que ver cómo los cañones apuntaban a otros primos. Y aguantar que las carcajadas de la muerte resonaran sin poder decir "¡Basta!, ¡dejad de apuntar y meteos el cañón por donde os quepa!". Porque sí que en Belchite, como en Brunete, como en casi cada pueblo de nuestra geografía, unos y otros españoles decidieron que otros y unos españoles eran el enemigo y que no merecían seguir viviendo. Lo que, dicho tal cual es, sigue hoy, setenta y cinco años después, resultando escalofriante. Como las ruinas de Belchite. Como las bocas del Mojón del Lobo.

Madrid, 23 de noviembre de 2012


Foto cortesía de Jaime Cinca Yago

domingo, 11 de noviembre de 2012

¡VIVA ZAPATA!



Tomadura de pelo sin complejos. Dos películas seguidas y recientes, una de puro estreno y otra casi, y con las dos se me ha quedado la misma cara de asombro, de casi ganas de agarrar al productor-director-guionista y amarrarlo a la butaca, con camisa de fuerza y pinzas en los párpados al estilo “naranja mecánica”, y obligarle a ver una y otra vez el producto que nos ha vendido. A ver si así entiende lo que digo y lo que siento.

Porque pase que una película sea mediocre o simplemente olvidable -de ésas tiene que haber suficientes, para que cuando llegue una verdaderamente buena, puedas deleitarte con ella-, pero lo que no tiene perdón de Dios, ni de Freud, ni de la madre de espectador alguno es que te perfore las pupilas y el tímpano para llenarte el cerebro de pura nada. Y eso es lo que tienen en común, a mis particulares ojos, los dos envases vacíos que acabo de adquirir en la feria permanente del cine: “Los juegos del hambre” y “Hotel Transilvania”.

Vamos con la primera… Sí, reconozco que la culpa es mía, porque con ese título ya debía imaginarme lo que venía detrás. Pero ya se sabe: noche víspera de festivo y los adolescentes de casa sin plan, así que había que aprovechar el momento, y acudir a una de las películas recientes más vistas no parecía tan mala elección. Y a partir de ahí, y una estética de inicio mínimamente interesante por orwelliana, el germen se autoinoculó y arraigó tan fuerte que me llevó hasta el final mismo de la historia esperando que en algún momento se nos redimiera de aquel espanto. Pero en vez de eso, el guión y la realización y los actores se empeñaron hasta el último instante en dejarme hundido en el sillón, con la boca inmensamente abierta de puro pasmo, incapaz de creer que era cierto que alguien hubiese podido poner en las salas de cine de todo el mundo miles y miles de copias de aquello.

La historia pretende ser absurda; y lo consigue desde el primer momento: en un futuro requeteconsumista y ultratecnológico, una docena de poblaciones malviven sin apenas comida ni recursos como castigo por haberse levantado en armas contra el Estado. De cada una de ellas, año tras año, se elige por sorteo a un chico y a una chica adolescentes para participar en un concurso televisivo en el que sólo puede quedar vivo uno de ellos para proclamarse vencedor. Y así a estos pobres cobayas –que como nuevo ejemplo de la indigencia mental del guión, se les denomina “tributos”-, se les ve correr, trepar a los árboles o acuchillarse unos a otros –esto último, afortunadamente, se ve menos-. Y el resto de la sociedad, que es el público que sigue atento el desarrollo del concurso –absurdo hasta el paroxismo en sus peinados, vestimentas y forma de expresarse-, emite grititos de excitación, alegría o enfado en función de lo que contempla.

Pero lo peor es que, junto a tales elementos –de por sí suficientemente patéticos, como puede verse-, el elaborador de la receta tampoco se preocupa de introducir la más mínima emoción ni sentido, ni de enmascarar ese absurdo con algún que otro detalle estético. Los protagonistas –la pareja de uno de los distritos- no se sabe si está buscando la hormona que desconocían tuvieran o simplemente una lentilla que se les ha caído en mitad del bosque. Los malos –que son todos y no sólo en sentido figurado- dan más pena que gloria. Y los efectos especiales son de videoclip de los ochenta. Vamos, una delicia que encima dura y dura como el conejito aquél del anuncio... Por eso cuando por fin acaba, el alivio no impide que te sigas preguntando una y mil veces quien ha hecho posible tal engendro y te propones firmemente buscar el momento en que vengarte de él -o ella- como se merece.

Respecto a “Hotel Transilvania”, debo ser más indulgente. Al fin y al cabo, se dirige a un público esencialmente infantil. Y la idea tiene algo de gracia: el pobre Conde Drácula se ha quedado viudo y cuida amoroso a su hijita hasta que ésta llega a la mayoría de edad de los vampiros -que como todo el mundo debiera conocer, se alcanza a los 118 años-. Y mientras le construye un bonito castillo al que acuden a hospedarse otros amigos monstruosos que pueden así esconderse y descansar de los despiadados humanos. Con ese argumento y la ilusión que siempre produce llevar al cine a tu hijita –ésta sí real-, allí que me planté, aún dolorido por los estragos de la película del día anterior.

Dos horas después, aún seguía buscando una risa sincera en mi interior. Mira que es difícil que unos dibujos animados sean inanimados, que parezcan no sólo artificiales, sino insulsos. Porque si algo se le presume a un dibujante, que no tiene por qué encorsetarse ante los límites de nuestra realidad tridimensional, es que puede recrear a su antojo cualquier cosa, estirarla o engordarla hasta hacer que resulte graciosa, tan ocurrente como un sapo en calzoncillos que vuelve a convertirse en el príncipe del cuento o en un ogro gruñón y bienintencionado que golpea con su inmensa tripa gomosa a los guardias del malvado de turno. Pero en “Hotel Transilvania” todo es medible, aprehensible, precedible, rutinario. Drácula se enfada cuando toca. Y cuando es tierno es tan tierno como un palo de algodón de azúcar ya chupado. Los monstruos son tan aburridos que se quedan dormidos frente a su imagen en el espejo y la trama se diluye antes de haber sido construida. Así que, ¡por favor, si queréis a vuestros hijos, sometedlos a una sesión de güija antes que llevarlos a ver ese anodinamiento absoluto! Ellos no lo entenderán al principio, pero os lo acabarán agradeciendo cuando crezcan un poquito.

En cualquier caso, la reflexión es inevitable: ¿qué hemos hecho para merecernos estas películas? ¿Dónde perdimos el norte y permitimos que nos vendieran unos productos tan deficientes? Con todos los medios y recursos de que se dispone hoy en día, ¿cómo se explica que puedan salir estos exabruptos baratos y vergonzosos? Y, sobre todo, ¿cuál es la razón de que puedan reproducirse como cucarachas las copias de estas películas y proyectarse por todo el planeta sin que nadie nos advierta de que ni siquiera llegan a la categoría de entretenimiento?

Quizá la culpa sea nuestra. O seguro. Porque al fin y al cabo lo que importa hoy en día es que en la sala puedas comerte un perrito-dos-salsas, o unas palomitas-sabor-jamón-ibérico, o que la pajita del refresco sea lo suficientemente larga para no tener que agacharte a absorberlo. Y nos hemos olvidado de que al cine le reservaron las musas el número mágico de las artes, igual que Dios creó el domingo al séptimo día para apreciar la belleza de su Creación.

Por eso, cuando la próxima vez alguien os intente atravesar la pupila y el tímpano con una película absurda y repugnante, levantaos y gritad bien alto “¡Viva Zapata!” y arrojad el perrito y las palomitas y la pajita telescópica contra la pantalla, hasta que el fundido en negro sea lo suficientemente multicolor para que Cukor y Hawks y Visconti se levanten de sus tumbas y os aplaudan a rabiar.

Madrid, 11 de noviembre de 2012