sábado, 7 de julio de 2012

La última frontera (IV)


Seguimos caminando en silencio durante horas. La ligera brisa del noroeste del principio de la mañana fue rolando hasta convertirse en un cada vez más intenso lebeche, extraño desde luego para la época en que nos hallábamos. Como fuera que comenzaba a hacerse molesto, pues nuestro rumbo nos lo oponía casi de frente, decidimos detenernos junto a un sobresaliente conjunto de inmensos cantos graníticos, contra los que apoyamos las espaldas exhaustos mientras nos sentábamos.

Aunque habíamos encontrado algunos pequeños cursos de agua en que ir reponiendo el agua consumida de mi cantimplora, la marcha continuada nos había dejado un hambre atroz, así que saqué de mi zurrón tres trozos de tocino salado, algo de queso y seis galletas -todas mis reservas- y, junto a algunas almendras que llevaba Ta-Au-Ua, comimos disfrutando del descanso.  En silencio.

La comunicación entre nosotros seguía siendo necesariamente no verbal. En la semana que hacía que nos conocíamos, apenas había dado tiempo a que aprendiera yo cinco o seis conceptos en su idioma y ella otros tantos en el mío. Sin embargo, el mismo hecho de que mi misteriosa amada no conociera una sola palabra en latín confirmaba que había alcanzado mi destino, pues en los mares y costas que hasta ahora había recorrido -que eran por cierto también todos los conocidos- se manejaba desde luego la lengua del Imperio.

Por otro lado, y precisamente por mis muchas andanzas, había tenido oportunidad de escuchar multitud de lenguas y sonidos que, aunque desconocidas en su contenido, no eran en cambio ya extrañas a mis oídos. Frente a ello, los vocablos que emitía la dulce boca  de Ta-Au-Ua me resultaban por completo distintos a cualesquiera otros escuchados antes. Su silabeo resultaba del todo diferente  y contenía incluso sonidos que era incapaz de asociar con letra alguna. No es que fueran ásperos -al margen de que al modularlos los carnosos pero armoniosos labios de mi musa tampoco lo hubiera notado-, pero la contracción de algunos de ellos producía explosiones fonéticas para mí irreconocibles. Cinco años antes, tras ser arrastrado por una tempestad al doblar las columnas de Hércules, mi tripulación y yo llegamos a una aldea remota junto al gran desierto, poblada de altivos lugareños que apenas manejaban el latín. Eran de considerable estatura y lo oscuro de su piel contrastaba vívidamente con el muy claro color de sus cabellos y ojos. Allí permanecimos cerca de dos semanas, mientras reparábamos nuestra maltrecha nave. Pues bien, aunque no fueran identificables, algo había en la lengua de Ta-Au-Ua que me recordaba la que allí hablaban. Y tenía sentido que así fuera, pues si lo pensaba, aquélla era la tierra conocida más próxima a la que ahora hollaba.

Tras terminar nuestra última galleta, ofrecí a Ta mi cantimplora. Ella sonrió agradecida y bebió, devolviéndomela para que yo hiciera lo propio. El frescor del agua en mi garganta terminó de relajarme y, viendo que mi diosa también mostraba inclinación a ello, nos quedamos sin más dormidos, acurrucada su cabeza en mi hombro, mi brazo derecho cruzando su abdomen, venciéndonos sin más a la molicie más reparadora, solos sin importarnos, el uno junto al otro, felices.

Madrid, 6 de julio de 2012

5 comentarios:

  1. No es por nada, pero de tanto tocino y galletas el romano este va a acabar como un cerote. Echale aunque sea unos dátiles y un danacol al morral al hombre para que dure más... Y de paso algo de sandía, que tiene espirulinas, buenas para lo de la génesis, y lo mismo se deja de tanto besuqueo y pasa ya a mayores... Vamos, digo yo, que es solo un decir y esas cosas que se dicen se dicen como se dicen. A más ver letrado

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  2. Muy bueno, Jorge. No creas que no le dí vueltas al tema. El problema es que en la fecha y lugar de la historia, no había ni danacoles ni sandías y lo de los dátiles no se me ocurrió. Pero en lo sucesivo procuraré cuidar más su alimentación, no vaya a ser que, como dices, el hombre se quede sin energías.

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  3. Continuando con la dieta, ahí va una idea gastronómica: en época romana era muy aprecado el garum. una espedie de paté elaborado con vísceras de pescado, que se exportaba desde Gades a todo el imperio. Era una delicatesse de la época. Quizás tenga esta vianda encaje en momentos más felices de la narración. Pero lo que los romanos sí comían a todas horas y en todo lugar, especialmente las legiones en campaña, eran las lentejas. Espero que sirva de algo.

    Por lo demás la narración es agradable de leer y mantiene el interés.

    Máximo Cornelio Cojoncio

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  4. Gracias, amigo Cojoncio, por el apunte. Lo malo de haber vivido dos mil años es que efectivamente uno no recuerda bien algunas cosas. Y esto de lo que comíamos entonces, como puedes observar, es una de ellas.

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  5. ¿La idea de usar el nombre de Aulio Vitelo viene de las novelas históricas de Macro y Cato? Porque aunque sea un personaje real (y me alegra haber descubierto ahora que sigue vivo) no es realmente conocico si no fuera en parte por esas novelas (en mi opinón).

    !Ya nos veremos las caras por cierto, si es que no te mata un britano antes!

    Vespasiano.

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