Un mismo amanecer y dos zarpazos
al unísono. Despierto con las dos noticias desde la pantalla de mi móvil, en
que suelo consultar la prensa nada más abrir los ojos. Es una de esas manías
posmodernas que supongo comparto con millones de personas más. Me pregunto
cuántas de ellas habrán experimentado la misma sensación esta mañana: la de
haber perdido de golpe a dos personas que, aún sin conocerlas personalmente,
entendía casi parte de mi familia, parte entrañable de mi vida.
Tampoco es -digámoslo sinceramente- que les hubiera seguido asiduamente ni degustado su obra con mínima continuidad. Del poeta canadiense por supuesto que había oído desde niño sus asombrosas canciones, desmechadas y vueltas a hilar a través de ese profundo timbre que desplegaba con su voz. Las escuchaba y volvía a escuchar cuando alguien las ponía, y las paladeaba mientras seguía haciendo lo que fuera que hacía. Pero jamás compré un disco suyo -cuando los discos aún se compraban- ni se me ocurrió ir a uno de sus conciertos. Y no me pregunten por qué, porque no les sabría decir; como tantas otras cosas que no hacemos y que sólo cobran sentido cuando ya no podemos hacerlas.
Del dramaturgo español, aún menos. Sólo fui consciente de su existencia a finales de los 80 (cuando, por cierto, como toda vida universitaria que se precie, la mía era un permanente ir y venir y entusiasmarse). Y lo hice apenas incidentalmente. Nunca acudí a ninguna representación de sus obras ni recuerdo haber leído una sola de ellas, aunque sí muchos de los artículos que publicaba, y prácticamente todos los aparecidos en los últimos años en La Razón, donde -desde la altísima atalaya de su lúcida longevidad- ajustaba cuentas con un pasado que evidenciaba que la fantasía literaria casi nunca supera a la realidad de la que se nutre. Leía y un mundo que parecía también mío se abría ante mí. Pero enseguida volvía a lo que tuviera que volver y punto.
No sé, pues, por qué, pero Leonard Cohen y Francisco Nieva, Francisco Nieva y Leonard Cohen, ocuparon en mi vida un mismo espacio común: el de los referentes líricos, sí, pero sobre todo, el de sentirlos cercanos sin apenas conocerlos. Eran como esos abuelos descubiertos a través de las fotos o las semblanzas de nuestros padres o tíos pero a los que, o bien nunca llegamos a tratar, o murieron cuando apenas éramos niños. Ambos vivían en esa parte de mi mente en que mezclamos leyenda y realidad, mito y conciencia. Y lo hacían sin que pueda explicar bien por qué; qué fue, en definitiva, lo que hizo que les abriera esa puerta. Lo cierto es que cualquier mención a sus personas, cualquier noticia o referencia que se cruzaba sobre cualquiera de ellos y su imagen se formaba con nitidez frente a mí como si los tuviera enfrente y me estuvieran mirando, callados y sin gesto alguno en el semblante, serenos y reflexivos, como si no necesitaran decir nada, pero al tiempo, como si quisieran decirme muchas cosas.
Por eso hoy al abrir la prensa en el móvil y ver las dos noticias casi seguidas, he comprendido por fin que efectivamente formaban ambos sin duda parte de mí y que, desapareciendo de aquí, algo de mí también ha de irse con ellos. Aunque sea sólo para que pueda encontrarlos de nuevo más adelante y decirles -ahora sí- todo eso que no les dije.
Madrid, 11 de noviembre de 2016.