lunes, 18 de julio de 2016

De toros, dragones y hombres

Vaya por delante: no me gustan las corridas de toros; no las entiendo, ni veo en ellas nada artístico ni hermoso. Fui una sola vez a una, hace años -con la mucha fortuna de que, según los entendidos, fue una de las mejores de la historia reciente española- y me salí en el cuarto toro. Así que ya ven: de taurino, nada. Ni por dentro ni por fuera. Ni con Verónicas ni por chicuelinas. Los encierros, pase; pero matar toros en la plaza, decididamente no. 

Dicho esto, voy directo al grano: ¿qué clase de anormalidad evolutiva ha producido esa sorprendente chusma que, invocando una supuesta superioridad moral, se regodea con la muerte de un ser humano? ¿Cómo se explica que alguien que dice amar a los animales pueda excretar tamaño odio hacia otro animal -éste de la especie humana- que también muere en la plaza? Esas personas que escriben con tan hiriente furia sus miserables diatribas, ¿pueden acumular toda esa purulenta bilis en su cerebro sin que les estalle o piensan y dicen eso precisamente porque de tanto odiar hace tiempo que se les descompensó la cuestión mental?

Explíquenmelo, porque no lo entiendo. ¿De verdad alguien puede sentir todo eso y no merecer tratamiento psiquiátrico? ¿Por qué, entonces, andan sueltos? Si lo que dicen que les gustaría que pasara con otros toreros e incluso con sus familias pudieran llevarlo a cabo ellos mismos sin consecuencias, ¿no es razonable pensar que al menos algunos serían capaces de hacerlo por sí mismos? Sí, ya sé que en esa caterva no abundan precisamente los que se atreven y menos cuando eso exige estar frente al otro y no cómodamente escondido tras la pantalla sobre la que vomitan. Pero, aún con todo, si pudieran asegurarse la impunidad, ¿no cabe pensar que alguien capaz de desear tanto mal podría inflingirlo? Y eso, como en Minority Report, ¿no debiera ser suficiente para encerrar al individuo en una cómoda celda acolchada con vistas a una hermosa pradera con animales pastando?

Quizá tuviera razón el gran Marx -Groucho, obviamente, no el otro-, con aquello de que nunca pertenecería a un club que admitiera a alguien como él como socio. Porque, definitivamente, si en el mundo animal caben ejemplares como los que piensan y escriben esas cosas, quizá debiéramos pensar en migrar a alguno de los demás reinos, aunque sea al de los Ándalos, y dejar que Daenerys de la Tormenta nos consuele mientras sus dragones vuelan libres más allá del Mar Angosto.