Leer el último
libro del último periodista ciclostil y darse cuenta de lo que crujen sus
cuadernas es bien sencillo. La razón para la culpa y la culpa de la razón son
evidentes: demasiada influencia de una sola fuente y demasiada complacencia con
el sentido de la corriente. Es como la vieja fábula del rey desnudo, pero en el
plan cutre que esta modernidad siglo XXI parece haber impuesto.
Me explico: me
parece una auténtica estafa que el cronista oculte su condición de vocero.
Incluso las grandes figuras del Medievo y la Edad Moderna dejaban a las claras
por quién bebían los vientos, a quién se trataba de dejar bien aunque no lo
mereciera y de quién en definitiva eran sus textos -y sus bolsillos- deudores
eternos. Fuese el gran Hernando del Pulgar -cronista oficial de Castilla en
tiempos de los Reyes Católicos- o el pequeño Silvestre rediseñando la “Crónica
de Néstor” –menos conocida por nuestros lares, pero tanto o más divertida-, no
había duda alguna de cuál era el plan que subyacía en sus obras. Allí el
monarca bueno era tan bueno que el lector (o el oyente, pues lo normal es que
el lector entonces fuera analfabeto), se iba a casa con las ideas suficientemente
claras. Que luego, cuando se lo permitiera una pequeña holganza, se parase a
pensar y se escamara de tanta bondad, ya era otra cosa. De hecho, gracias a
esta falta de sutileza, se podía entender perfectamente por qué a veces (pocas,
querido Watson), el rey bueno hacía cosas malas: porque le obligaban los malos,
que si no…
Aquéllos eran
cronistas a cara descubierta. Su verdad debía divertir y asombrar, pero dentro
de unas reglas bien claras: a mi señor, todo; contra él, nada. Y el lector/espectador
se divertía o asombraba, cuando la historia era buena, o tiraba berzas podridas
al recitador o le molía a palos, cuando era un solemne tostón. Pero nadie se
preguntaba si la fuente era fidedigna o no, ni si la narración hubiera sido
distinta en manos de otro. Hubiera sido como cuestionar si la risa es
caprichosa o el dolor indefectible.
Hoy en cambio
la petulancia de creerse la fábula parte del propio escribidor, para quien no
hay otra realidad que la que defiende, ni otro señor que su prisma vital. Son rehenes
de su caminar por el mundo y de su entendimiento de que los buenos son siempre
los que piensan como ellos y los malos los que ven las cosas de un modo
distinto. Y hasta se jalean orgullosos de que, gracias a ellos, la sociedad
pueda recibir una información plural y no quedar en manos del bando contrario. ¡Y
ay del que pretenda ir por libre! Si no se incorpora a una de las corrientes
imperantes, y a poco que eleve su voz sobre el discurso autorizado, será de
inmediato señalado como sospechoso y condenado y ejecutado al mismo tiempo, que
tales juicios es así como funcionan.
Lo malo es
cuando, junto a atacar a los que exponen sus ideas sin colegiarse previamente,
todas las corrientes se ponen de acuerdo en algo más y deciden que, en tal o
cual cuestión, la verdad es única y así debe ser revelada. Porque, en esos
casos, es al público al que se quiere convertir en brazo ejecutor de esa verdad
revelada. Da igual de lo que se trate; una vez los portavoces oficiosos o los
líderes de opinión de cada corriente, estén de acuerdo en ello, ya a nadie se
le permitirá disentir, puesto que a nadie le será ofrecida hipótesis alternativa
alguna y porque al que aun con todo la discurra, le será imposible siquiera
compartirla. Y así, aunque el pastel sea en verdad una inmensa boñiga y huela
como tal, a él deberemos acudir, so pena de que nos señalen todos con el dedo y el
zumbido alrededor sea tan fuerte que acabemos volviéndonos locos.
Madrid, 16 de enero
de 2016.