viernes, 29 de mayo de 2015

Rumbo final

Una línea difusa y apenas perceptible, como la mueca de un Dios juguetón… La tormenta había convertido en un todo cielo y mar, haciendo que el horizonte fuera una expectativa y no una visión. El hombre siguió atento, en cualquier caso. Tarde o temprano aparecería justo ahí. Ahora estaba seguro. Ella se dejaría ver de nuevo. Y esta vez sería la definitiva.

Llevaban ya tres días manteniendo la distancia, conscientes ambos de que aún no era el momento. Tan pronto se avistaban, viraban de inmediato para volver a alejarse lo justo... y de nuevo a la derrota que, desde San Vicente, venían llevando en paralelo.

La historia venía de lejos, en cualquier caso. De mucho antes de que estuvieran a punto de abordarse justo frente al espolón de Sagres, donde las traicioneras corrientes pueden destrozar un barco sin apenas tocarlo; donde una noche sin luna y con algo de niebla, por muy marino que uno sea, es suficiente para que todo acabe en un segundo. 

Ella fue la que maniobró primero, al sentir el cambio en la cadencia de las olas cortadas por su quilla. El apenas la vio sobrepasarle por babor, espectro surgido de las sombras, a escasas dos mangas, y desaparecer de nuevo en la bruma entrecortada y fría.

Aquello le bastó, en cualquier caso, aunque durante las siguientes horas, hasta la salida del sol, se preguntara una y otra vez si había sido real o sólo fruto de los juguetones espíritus del mar. Pero la mañana y la engañosa calma repentina que vino con ella, le abrieron al fin los ojos. Era cierto, no había sido un sueño fruto del cansancio, de las dos semanas de singladura en solitario, de los muchos días y noches anteriores en el mar, de los cientos de whiskies y ginebras y tequilas en los antros de todas las costas... No había sido una ilusión, la ansiada materialización de tantas historias oídas en interminables noches de guardia en cubierta o en el puente. No, era real. De hecho, ahora tenía claro que ella siempre había estado cerca, oteando sus trasluchadas, vigilando desde lejos cada uno de sus rumbos, manteniéndose cerca de los puertos en que atracaba... Ahora entendía muchas cosas: aquel chapoteo, siempre con el mismo ritmo, que nunca había sabido qué lo producía; las veces que se había despertado en mitad de la noche -tras oír lo que parecía un armonioso canto- a tiempo de evitar un bajío que no aparecía en las cartas o un mercante ruso o chino al que no le preocupaba partir en dos su barquito; los inexplicables cambios de rumbo que en otras ocasiones le habían salvado de un alcance seguro... Siempre había sido ella. Ahora lo sabía.

De hecho, también ahora entendía otras muchas cosas. Y, al hacerlo, una extraña mezcla de pudor y excitación le embargaban, al recordar cómo en cada una de las ocasiones en que había intentado llevar a bordo a alguna mujer, el casco empezaba a balancearse de modo inexplicable, aunque estuviera perfectamente fondeado o incluso atracado. Y cómo las más de las veces cesaba el balanceo en cuanto la mujer, mareada, le decía que mejor otro día.

Ahora lo sabía: siempre había sido ella... Y siempre por amor... Por más que le pareciera increíble, ella le había amado siempre. Y le esperaba... Y a él ya todo le resultaba demasiado largo, demasiado lento, demasiado tiempo…

El cielo comenzaba a oscurecerse de nuevo. Tras atravesar el ojo, se adentraba de lleno otra vez en la tormenta, sólo que la misma había ganado mucha fuerza en estas últimas horas y las olas empezaban a ser ciertamente imponentes. Ni siquiera a él, que las venía buscando con ahínco incluso desde antes de saber que ella existía, dejaban de asombrarle. Y eso que las había visto de todas las clases. Como cuando frente a la costa de Nueva Guinea, una solitaria de diez metros barrió longitudinal la Tansiquer, una vieja goleta de 50 pies y dos palos que había comprado en una subasta y con la que paseaba a adinerados turistas australianos. O la galerna fuerza nueve que casi acaba con el Zukullu aquel día de San Juan Nepomuceno de 1996.

Pero entonces no sabía que ella le esperaba y aún temía. Ahora, en cambio, tenía claro que su destino era ella y que el rumbo para alcanzarlo pasaba por un único sitio. Y hacia él apuntaba su proa.

De pronto la vio, justo en la cresta de una gran ola. Su cuerpo sobresalía desde la cintura, manteniéndose perfectamente erguido a pesar de las circunstancias. Y así pudo contemplarla por fin el tiempo suficiente para apreciar su hermosura. El cabello, larguísimo y abundante, le caía empapado por detrás de los hombros, dejando éstos y el cuello al descubierto, así como sus pechos, perfectos. Era una imagen turbadora, como las primeras que, cuando adolescente, buscaba en las portadas de las revistas de los quioscos. Pero al tiempo, había en ella algo que le transmitía una inmensa paz, el sosiego que tanto anhelaba.

Entonces le sonrió y, en la distancia, creyó ver que también sus ojos brillaban de emoción, que sus labios se entreabrían ligeramente y que todo su ser le decía que le amaba y que le amaría siempre. Y, sin dudarlo, se arrojó al agua para unirse a ella, justo en el mismo instante en que un violento golpe de mar levantaba su barco sobre el horizonte para lanzarlo acto seguido a la negra profundidad en que habitan sólo los fantasmas de los marinos que no supieron o no quisieron volver a tierra.


Madrid, 29 de mayo de 2015