No hay mayor necio que el que es capaz de creerse sus propias mentiras. Ni mayor sinvergonzonería que predicar lo contrario a lo que se hace en privado. De lo uno y de lo otro estamos, por desgracia, bien sufridos en nuestra vieja España, aunque no más que en el resto de este hermoso planeta que se nos ha dado.
La crisis de los últimos años -cruel como todas las crisis, especialmente para con los más necesitados-, ha puesto al descubierto con gran escándalo a una panda de embaucadores que han venido disponiendo de nuestras esperanzas al tiempo que se llenaban los bolsillos del gabán. Políticos deshonestos al margen de siglas, reguladores que preferirían cacarear que todo iba bien a cumplir con su cometido, periodistas con el carnet en la boca y la barriga convenientemente alimentada, sátrapas de comunidad autónoma o de feria de pueblo, imanes, curas y rabinos que olvidaron que Dios sí les necesitaba...
En el fragor de la dura vida cotidiana de estos años críticos, muchos se han visto así tentados de mandar todo a la mierda; de meter a todos en un mismo cesto, sin distinguir las manzanas podridas de las sanas, y de convencerse de que el único remedio frente a la injusticia es la revolución (ya, ya sé que hoy no la llaman así, pero es que hoy pocas cosas son llamadas por su nombre).
Y ahí tenemos a Syriza. Y ahí tenemos a Podemos. Y ahí tenemos a Pegida. Y ahí al Frente Nacional...
Sin embargo, parece simplemente increíble que, con lo que llevamos ya de historia, no nos importen las evidentes similitudes del momento con lo que ocurría en nuestra vieja Europa en los primeros años treinta del siglo pasado. Por más que algunos me tilden de profeta de mal agüero y otros de anacrónico oportunista, ahí están; incluso para los simpatizantes de unos y otros radicalismos.
El panorama en 1932 era sencillo: tras tres años de una crisis económica tan dura como esta última, en Alemania se celebraban elecciones en el marco de la llamada República de Weimar, cuyo crédito entre la ciudadanía era claramente escaso. La casta entonces era la misma a la que hoy se quiere identificar por algunos: la de quienes venían alternándose en el Gobierno desde el final de la Gran Guerra, la que había sido incapaz -se decía, igual que se dice ahora- de pensar en el pueblo en vez de en sus intereses partidistas. Fue en ese caldo y con ese discurso en el que surgió, se alimentó y creció imparable el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán de Adolf Hitler. Desde el principio quiso distanciarse de los otros, los del régimen, los muy caducos y corruptos políticos de Weimar. Y a fe que lo consiguió.
En las elecciones de julio de 1932, el Partido Nazi resultó el más votado, con el 38% de los votos, aunque sin llegar a la mayoría absoluta en el Reichstag. Desde ahí, y con un aparente respeto exquisito a las leyes de la República, Hitler fue desmontando desde dentro esa misma democracia que le había legitimado hasta convertir Alemania en uno de los totalitarismos más infames de la Historia. Así que ni golpe de estado ni estado imperfecto. De una República democrática puede surgir igualmente la dictadura más feroz.
Un ejemplo casi tan vivo que no querer usarlo sí sería demagogia es el venezolano. Con diferencias, claro, porque allí el desmontaje de las estructuras democráticas no ha terminado aún. Pero un parlamento donde la oposición ha sido prácticamente borrada, una Justicia que encarcela sospechosamente a los líderes de esa oposición, una policía bolivariana que dispara a niños de 15 años y un Presidente cuyos discursos siempre claman contra Imperios antagonistas, suena demasiado a totalitarismo como para no serlo.
Y claro, también está el caso ruso, ecuación perfecta de la perfecta ingenuidad de quienes creyeron que la caída del muro bastaba para acabar con 80 años de casta revolucionaria. Allí, desde luego, sigue habiendo elecciones con la periodicidad marcada por la Ley. Y con esa misma periodicidad, allí ganan siempre los mismos que ya lo hacían cuando había un único partido.
Así que no es necesaria en verdad revolución alguna. No hace falta tomar las armas para acabar con nuestras democracias. Basta simplemente con que nos convenzamos de que nuestro voto puede ser entregado a quienes, por muchos adornos que les pongamos, quieren el poder legitimador de las urnas sólo para poder guardarlas en el armario o, en el mejor de los casos, para que en lo sucesivo no se puedan llenar si no es con lo que nos digan ellos, los cruzados de la moral política, los que quieren que seamos necios y nos creamos que cada una de sus mentiras son el único bálsamo frente a las de los que les precedieron.