El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se
levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el
obispo... Aún recuerdo sin mucho esfuerzo el impactante comienzo de "Crónica de una muerte anunciada", de Gabriel García Márquez, la
primera frase que leí de él y con que la que capturó para siempre mi atención.
Debía tener yo entonces 13 o 14 años y aunque no fuera un devorador de libros, sí había leído ya los suficientes como para desarrollar un mínimo criterio literario. Por eso aún soy capaz de revivir la turbación que aquellas palabras me provocaron. Nadie hasta entonces me había hecho ver tan claramente que el misterio y la tensión de una novela podían no ser tan importantes como el lenguaje con que estaba escrita y la potencia evocadora de cada oración.
Es cierto que, en mi inagotable ambición infantil y juvenil, en mi impulsiva ansiedad por conocer, ya me había atrevido con obras sin duda inadecuadas para mi edad, como "Las Bucólicas" y "La Eneida" de Virgilio o la "Orestiada" de Esquilo, pero para entonces mi principal objeto de consumo eran las novelas de misterio y aventuras, antiguas, modernas y contemporáneas. Y en ellas, la tradición más absoluta y unánime imponía desconocer el desenlace de la historia hasta el mismo final de la lectura. Por eso aquella osada ruptura de lo establecido con que principiaba la novela de García Márquez me provocaba tanto y, como a miles de lectores, me ponía frente a la misma cuaderna del artificio, invitándome a contemplarlo cual era desde el principio. Un mismo idioma para un lenguaje por completo nuevo.
Después vino ya "Cien años de soledad". Me sorprendo aún al recordar cómo lo hallé perdido en una de las estanterías de mi casa. No pregunté entonces -a esa edad las cosas que luego importan no lo hacen tanto- quién entre mis padres y hermanos lo había dejado allí, quién lo había comprado ni quién lo había leído. No recuerdo si ya estaba desencuadernado cuando lo encontré o acabó así tras pasar por mis manos, pero sí tengo fresca aquella portada de diseño finosesentero con rectangulitos azules -¿o eran morados?- sobre fondo blanco. Leí y leí sin parar y desaparecí del resto del mundo, visitando lugares que jamás hubiera pensado pudieran existir, descuadernando cada rincón de mi mente para dejar que la misma volara por entre los Buendía como si fuera uno más de ellos.
Cuando terminé aquel libro, pensé que nunca más podría leer
ningún otro, ni escribir nada que pudiera tener algún sentido. Lo primero,
afortunadamente, lo superé. De lo segundo intento aún recuperarme.
De hecho, poco tiempo después devoraba “El coronel no tiene
quien le escriba”, “El otoño del patriarca” y “Los funerales de la mamá grande”
y, convencido de que aquello no podía ser obra de un solo hombre, me lancé frenético a por todo lo que oliera a literatura hispanoamericana. Y llegué a
Rulfo, a Borges, a Fuentes y hasta a Padilla.
Después, las aguas se calmaron. Me hice adulto, supongo, y con
ello, las sensaciones trocaron en emociones y las emociones exigieron más tiempo
para ser asimiladas, menos intensidad para no desbordar los límites de un corazón
y un cerebro finitos. Y dejé de leer a García Márquez.
Por eso hoy no quiero llorar su muerte. Sería un plañir fariseo
y antojadizo. Pero sí quiero recordar, porque sin García Márquez, probablemente,
ni yo ni muchos otros seríamos como somos. Así que descanse en paz, Maestro, y, si puede,
aparézcasenos de vez en cuando. Y si no, guárdenos un sitio bonito en la Casa Grande,
junto a una ventana con vistas donde poder fumarnos una buena pipa y charlar mientras
la tarde va cayendo.
Madrid, 27 de abril de 2014.