viernes, 27 de septiembre de 2013

MARIA GLORIA




Fue sólo una mala jugada más de aquella enfermedad cabrona; pero su respuesta ante la misma definía muy bien lo que ella siempre había sido. María Gloria no podía creerlo y, de hecho, se negaba a hacerlo. Hasta estaba molesta; y visiblemente, lo que desde luego era muy infrecuente en ella, siempre humilde y llena de paz para con los demás. ¿Por qué entonces se burlaban ahora de ese modo tan cruel? ¿Cómo le insistían en que no debía preocuparse de hervir  la verdura y  hacer las tortillas con tan absurda excusa? ¿Acaso iba a olvidar algo tan evidente como que ya habían cenado una hora antes? Por eso, aunque su marido y su hijo le insistieran en que se sentase y descansara, ella se levantaba una y otra vez para ir a la cocina a prepararlo todo.

Siempre había entendido su vida como una entrega hacia los suyos; incondicional. No se consideraba una santa, aunque a los ojos de los demás fuera difícil apreciar diferencia alguna entre su comportamiento y el que cabía esperar de alguien verdaderamente grato ante Dios. Pero ella, incapaz de tomar distancia suficiente para darse cuenta de que la causa del efecto que producía estaba en su persona, no se representaba su valía como algo excepcional, ni percibía su generosidad como un don, sino como consecuencia natural de una simple necesidad: la de sentir que ayudaba a los que tenía a su alrededor, a quienes amaba.

Siempre había sido así. Desde pequeñita. Ser la única hija y además la mayor ya le imprimieron un profundo sentido de la responsabilidad, de que era su cometido cuidar amorosamente de sus hermanos y ayudar a sus padres. Si a eso le unimos los nueve años que tenía cuando estalló la guerra y cómo tuvo que quedarse con sus padres en Barcelona, mientras sus dos hermanos pequeños lo hacían con su tía en Sitges, para evitar que les incautasen la casa, se entenderá fácilmente lo que para ella suponía la palabra responsabilidad.

Después, a terminar el colegio y tal vez -si nadie la necesitaba-, a estudiar Bellas Artes, su pasión. Pero la vida, como siempre hace, tenía sus propios planes para ella. Y aquel apuesto médico aparecía en todos ellos.

Se enamoraron de inmediato. Y se casaron. Lo hicieron frente a viento y marea, a desdén de los 18 años de diferencia que se llevaban.

Su padre, al principio, no lo tenía nada claro. No era un hombre rígido, en modo alguno, pero tampoco tenía por qué conceder facilidades; así que les puso a prueba, vigilante. No dudaba de las intenciones del novio, ni de la realidad del enamoramiento de María Gloria, pero era su única hija y aún era muy joven. Deberían esperar.

Ella, sin embargo, estaba decidida. Era el hombre de su vida y se casaría con él. Y su padre lo aprobaría. Así que empleó toda su bondad y sencillez en hacerle ver que no quería esperar, que confiase en su juicio, y finalmente obtuvo su bendición.

Se casaron en mayo de 1947, apenas cumplidos los 20 ella, a punto de los 38 él. Las fotos de aquel día que vi muchos años después no hablaban sin embargo de esa diferencia de edad. Miguel se veía un hombre hecho y derecho, por supuesto, pero nadie le hubiera colocado un tres como primer número. Y María Gloria, aún en su inequívoca deslumbrante juventud y su radiante faz de estrella de cine de la época (su parecido con Grace Kelly era notorio), transmitía una serenidad que pocos hubieran anudado a la propia de su edad.

Pronto llegaron los hijos... Y a ellos se dedicó en cuerpo y alma; como antes se había dedicado a sus hermanos y padres; como seguiría dedicándose a su marido.

Fueron años felices y complicados, como suelen serlo todos los que se viven creando una familia. Y fueron a veces en verdad duros, sobre todo cuando a Miguel le diagnosticaron un cáncer de esófago. Su hija pequeña tenía entonces apenas 2 años; el mayor, 13, y en medio, otros tres de 11, 9 y 7. Y María Gloria no ingresaba cantidad alguna. Nunca lo había hecho. Hasta entonces no había habido necesidad y ella se había casado tan joven... Además, Miguel no tenía ningún tipo de pensión ni seguridad social. El futuro no podía ser más incierto.

Sin embargo, María Gloria no perdió nunca la esperanza. En su unamuniana religiosidad, rezó y rezó pidiéndole a Dios el milagro (a principios de los años 60 del siglo XX, sobrevivir a un cáncer, desde luego, lo era). Y se esforzó en seguir cuidando a sus hijos sin que le notaran la pesadumbre, la inquietud por su marido, por todos ellos.

Por suerte, Dios la escuchó y el milagro se produjo. Miguel fue operado con éxito y, al cabo de unas semanas, estaba recuperado por completo. El cáncer se había batido en  retirada. Entonces no sabía que le había visto la cara y que, como maldito diablo que es, volvería años después a por ella misma.

Yo nací pasado algún tiempo. Como si todo fuera un nuevo comienzo, mis padres se encontraron de repente con un bebé por completo inesperado. Al fin y al cabo, María Gloria había cumplido los 40 y Miguel los 58. Mi hermano mayor tenía ya 19 y la vida parecía que les daba permiso para empezar a liberarse de tantos compromisos. Pero, como de costumbre, las cosas no iban a ser como esperaban. Y de nuevo tuvieron que bregar con responsabilidades que creían superadas. Como la de empezar a contar desde cero calculando los años que aún me quedaban para ser independiente. Los que les restaban de crianza del último de sus seis hijos.

María Gloria siguió viéndolos pasar entregada en cuerpo y alma a su familia; a la que seguía quedando en casa, conforme se casaban mis hermanos mayores. La vi emocionarse, con la satisfacción del deber cumplido, cada vez que iban terminando sus carreras, encontraban trabajo y ponían fecha para su boda. Yo no tuve la suerte de darle esas satisfacciones a tiempo. El maldito cáncer se la llevó cuando estaba en el último curso de Derecho.

El día que nos dijeron, a mi hermana Gloria y a mí, que no había esperanza y que le quedaban como mucho dos o tres meses, lloré hasta vaciarme. Ella entonces ya no recordaba bien las cosas y olvidaba por ejemplo que habíamos cenado apenas media hora después de haberlo hecho. Y se angustiaba porque no entendía qué le pasaba. Por eso, porque mi padre entonces tenía ya más de ochenta años, pero sobre todo porque los médicos nos habían asegurado que sus funciones superiores se irían apagando poco a poco y que ni sufriría ni se daría cuenta de que se estaba muriendo, tomé en aquel momento una decisión que a mis 23 años era sin duda la más difícil que había tenido que adoptar nunca: me prometí que mientras estuviese a su lado -y era mi responsabilidad, pues mis hermanos hacía tiempo que se habían casado y sólo yo vivía con mis padres- jamás me vería triste ni compungido y que mi padre no padecería sabiendo que su querida María Gloria iba a dejarnos en pocas semanas. Así qué le engañé: nada más llegar del hospital, le dije que mamá seguía igual, que tenía un problema neurológico menor y que los médicos estaban buscando un tratamiento adecuado. Y a ella, la dije sin más que no se preocupara y que todo iba a ir bien. Lo hice con mi mejor sonrisa, con todo el amor que podía, con la fuerza que desde aquel mismo momento me otorgó Dios y que me permitió no derrumbarme allí mismo, la que me ayudó a hacer que en sus últimos días siguiera sintiendo que sus hijos y su marido eran felices y que, por tanto, ella también podía serlo.

Los médicos, por desgracia, acertaron plenamente y dos meses y medio después, el 11 de diciembre de 1990, mi madre fallecía. Desde días antes había perdido por completo el habla y era incapaz de comer, asearse ni hacer nada por sí misma. Pero sus ojos seguían llenos de vida y dulzura y sonreían al verme, al cogerle la mano o cuando le decía que estaba más guapa que nunca. Y siguieron sonriendo hasta el mismo momento en que expiró, en mis brazos.

Desde entonces no ha pasado un día sin que me acompañe el recuerdo de su semblante sereno y de cada una de las palabras que me decía, cuando niño y cuando hombre, sobre lo que verdaderamente merece la pena, sobre las dos o tres cosas que nos hacen mirar hacia atrás y saber si nuestra vida tiene sentido. Y desde ese Cielo al que nunca renunció, sé que sabrá que seguiré agradeciéndole, cada día que me quede, el inmenso regalo que me hizo.

Madrid-Morrojable junio-agosto de 2013.

domingo, 1 de septiembre de 2013

SEGUNDA DE TRES - ASESINATO EN EL FORO



Fue un grito seco y cortado, un solo sonido apenas audible en el bullicio. Aquella mañana el mercado estaba especialmente atestado, ante la proximidad de la fiesta de Ceres[1], y nadie entre los cientos de vendedores, compradores y curiosos que se movían enérgicamente entre los puestos, llegó a identificar aquel espasmo sonoro con el de alguien que estuviera perdiendo la vida. Nadie detuvo su marcha, nadie volvió la cabeza buscando la causa de aquel grito, que sólo cobró tal nombre en el entendimiento de los panormitanos[2] cuando se encontró el cuerpo degollado del infeliz Astiarco.

Lo hizo un comerciante de sal venido de Cirene, un par de minutos después del asesinato. Su estridente alarido sí paralizó inmediatamente la actividad de las tabernae[3] más cercanas. Y tras éstas, como un gigantesco dominó, fueron vaciándose una tras otra las demás, pues la noticia corrió de boca en boca tan rápidamente como suele hacerlo la curiosidad humana.

El cadáver, de hecho, estaba aún caliente cuando Quinto Aulio Vitelio pudo contemplarlo por vez primera. Sin embargo, y curiosamente, no se detuvo en ese detalle ni en la grotesca posición que presentaba: el cuerpo completamente doblado, sobre una de las letrinas, con la cabeza apoyada en el suelo en medio de un charco casi negro en que aparecía mezclada la sangre del propio fallecido con los detritus propios del lugar. Tales detalles -y otros muchos que después advertiría- no pudieron frente al fortísimo contraste de olores que desprendía el lugar, al unirse al propio del mismo el de la mucha sangre derramada, por un lado, y el muy perfumado que impregnaba la túnica y el cabello del fallecido, por otro. Aquella conjunción aturdía el sensible olfato del tribuno y le impedía entretenerse en otras observaciones, por lo que prefirió esperar a que se colapsase su pituitaria antes de seguir adelante.

No había aún terminado de asociar todos aquellos olores cuando alguien de aquella creciente multitud exclamó algo que, aunque no pudo escuchar del todo, contenía las palabras "asesino" y "allí". Este mismo entendimiento parcial debió llegar a gran parte de los congregados, que empezaron a moverse presos de una gran agitación tanto hacia el sitio del que procedía la advertencia como en sentido contrario. El valor de los decididos a enfrentarse a cualquier peligro junto al temor de los que no querían bajo ningún concepto toparse con el homicida consiguieron así algo que unos instantes antes semejaba imposible: dejar vacío el escenario  del crimen.

Vitelio pudo así al fin examinar detalladamente el horroroso cuadro que la muerte violenta siempre deja tras de sí. De hecho, por más que hubiera visto otros varios antes, nunca dejaba de repugnarse con estupefacción ante un asesinato, lo que no le impedía situarse de inmediato en estado de alerta para poder interpretar la escena del modo más racional posible. Era ésa su contradicción y su singularidad. Gracias a ella, había podido ascender rápidamente en la magistratura del imperio, a pesar de haber perdido a sus padres a los pocos meses de edad y de la precariedad económica que siguió a dicha circunstancia. Había crecido huérfano, sí, pero ya de niño había llamado la atención de sus preceptores, quienes le procuraron la atención que requería su inmensa curiosidad. Además, había tenido la suerte de vivir bajo el gobierno del más grande y generoso de los emperadores, el augusto Trajano, quien no había dudado en emplear parte de su fortuna personal para favorecer la educación de niños sin recursos como él. De este modo, gracias a unos y otros y particularmente a sus extraordinarias aptitudes, Vitelio logró ingresar en el cursus honorum[4], ascendiendo al rango de tribuno en el que ahora se hallaba y en el que realmente podía desarrollar mejor que nadie su innata capacidad para desentrañar crímenes como el que ahora se le presentaba tan cercanamente.

De todos modos, sólo la casualidad (o, lo que es lo mismo, la caprichosa y cambiante voluntad de los dioses) explicaba que se encontrara en el mercado aquella mañana. Había entrado en él casi inadvertidamente, mientras deambulaba por el viejo foro abstraído en pensamientos que nada tenían que ver con los productos que allí se vendían. Una carta recibida de  su querido maestro Ulpiano, en que le anunciaba su inminente llegada a Sicilia, tenía enteramente ocupada su mente cuando escuchó el chillido del mercader de Cirene, apenas a quinientos pies de donde se hallaba. Aquel grito, sin embargo, había activado instantáneamente sus sentidos, desvaneciendo toda imagen fuera de las que se desarrollaban a su alrededor, haciéndole intuir la presencia de un hecho violento y encaminándole seguro hacia el origen del mismo. Por eso llegó a las letrinas con la segunda oleada de curiosos, sin necesidad así de imponer su rango para situarse lo más cerca del cadáver y evitar que alguien pudiera moverlo o hacer desaparecer la valiosa información que necesitaba para averiguar lo que había pasado.

Ahora, tras la llamada a la persecución del asesino que alguien había realizado, podía ya observar todo el lugar en completa soledad, pues la turba lo había desalojado con la misma urgencia con que lo había llenado. Vitelio hubiera querido darle las gracias personalmente, por permitirle concentrarse en los hechos al margen de impertinentes preguntas, interrupciones y aportaciones de la plebe. Mientras no volvieran los perseguidores, tras haber dado alcance al asesino (o, de modo mucho más probable, a algún infeliz vagabundo, borracho, tartamudo o extranjero que no supiera dar inmediata cuenta de qué hacía allí donde lo encontraran), podía llenar su memoria con cada imagen y detalle que sus ojos pudiesen captar. Eso es lo que mejor hacía y lo que le llevaba a no pensar siquiera en apoyar al grupo perseguidor. Si éste acababa acertando y localizaba al asesino, él podría confirmarlo a partir de la observación que ahora empezaba a llevar a cabo. Si, como casi siempre, el apresado nada tenía que ver con el crimen, podría intentar evitar que le lincharan allí mismo. Por eso era preciso que, en el menor tiempo posible, reuniera cuantos datos pudiera, para con ellos llegar rápidamente a unas iniciales conclusiones provisionales sobre lo que había ocurrido y, lo que era aún más importante, sobre lo que en ningún caso había podido pasar.

Y a dicha tarea de escrutinio, recopilación y análisis se disponía cuando desde la misma puerta por la que había accedido a la sala ocupada por las letrinas, una potente voz se dirigió a él, en ese momento único ocupante de la misma:

-¿Qué diablos ha pasado aquí? -inquirió el recién llegado, en una mezcla de curiosidad, repugnancia y acusación velada hacia Vitelio.

-Eso es lo que intento averiguar -contestó el tribuno, todavía de espaldas a quien le había preguntado de modo tan insolente.

-¡Quinto Aulio Vitelio! ¿Por qué será que no me sorprende encontrarte aquí? -añadió la voz, cambiando su tono a uno claramente condescendiente.

-Lo mismo digo, Cato Sullio Máximo -respondió Vitelio, al tiempo que se daba la vuelta para saludar al recién llegado-. Y creo que te va a interesar mucho lo que aquí tenemos -añadió mientras apuntaba con el dedo al cuello desgarrado del cadáver.

Máximo era, desde luego, de aquéllos que no se arredran ante la sangre. Sus buenos seis pies de alto y su corpulencia ayudaban a imaginarle sereno y frío en casi cualquier circunstancia. Sin embargo, eran aquellas cicatrices que recorrían las partes visibles de su cuerpo –cara, brazos y piernas-, unidas a la mirada glauca de sus ojos y la firmeza serena de sus movimientos las que de modo definitivo permitían descartar que fuese a experimentar aprehensión alguna ante aquel pobre desgraciado. Quienes le conocían, sabían que años de combate en los frentes más duros le habían hecho estar demasiado cerca de la muerte para considerarla una extraña. Y Vitelio le conocía bien, aunque nunca hubieran coincidido en el campo de batalla.

El hombre se acercó entonces siguiendo la indicación que se le hacía y, rodeando la mancha oscura del suelo, se inclinó sobre el fallecido para observar mejor el perfecto corte que presentaba en la garganta.

-Un soldado, sin duda -exclamó, sin dejar de mirar detenidamente-. O un cirujano, si se advierte que tan diestro corte no parece el que nuestras águilas acostumbran a hacer en batalla.

-¿Y por qué no, sin más, un asesino vocacional? -preguntó el tribuno a Máximo, haciendo ver a éste que se trataba de una pregunta en verdad retórica, mero pie al que anudar la conclusión que ya había alcanzado y que se disponía a compartir con él.

Máximo, sin embargo, no tenía intención de ponérselo fácil:

-Otra vez con tus historias de asesinos vocacionales. ¡Pero si nadie sabe qué es eso! ¿Acaso no recuerdas ya el ridículo que hiciste en Augusta Raurica[5]?

Vitelio lo recordaba perfectamente. Tres años antes, en su primer destino como tribuno, tuvo que resolver el homicidio de la esposa de un rico comerciante. Todos los datos apuntaban al marido, quien había amenazado públicamente a la fallecida que la mataría si seguía viendo a uno de los centuriones de la guarnición. Podría haberse tratado también de un ladrón, pues de la domus[6] habían desaparecido varias joyas la misma tarde en que encontraron el cuerpo sin vida de aquella desgraciada.

Sin embargo, Vitelio atribuyó desde el principio la autoría a un asesino sin vínculo alguno con la fallecida y que se hallaría de paso en la zona. Ni siquiera cuando apareció el cuerpo colgado del viudo, junto a una nota de su puño y letra en que pedía perdón a sus hijos por todo lo que había hecho, cambió Vitelio de parecer ni se avino a reconocer su yerro. Aquel empecinamiento fue interpretado como orgullo mal disimulado y, aunque el asunto se dio por cerrado con la muerte del sospechoso -no obstante  las joyas siguieran sin haber aparecido-, Vitelio fue llamado a Mogontiacum[7] por el propretor y severamente advertido de que un servidor público no puede actuar de espaldas al entendimiento general.

-Entonces tenía razón, aunque no pudiera demostrarlo -replicó Vitelio finalmente a su amigo.

-Con razón o sin ella, el ridículo te lo llevaste igual.

-Sí, pero el ridículo es un precio muy bajo por mantenerte fiel a ti mismo –zanjó el tribuno-. En cualquier caso, si te atienes a lo que aquí vemos, convendrás conmigo en que nos hallamos ante un asesino que ha matado por matar, sin motivación especifica distinta.

Sin decir nada, Máximo mostró una media sonrisa y se dispuso a escuchar la exposición de Vitelio.

-Lo primero es el escenario. Por supuesto que no es la primera vez que acontece un crimen en las letrinas de un edificio público, pero la experiencia demuestra que suelen producirse tras algún tipo de discusión previa, usualmente de origen pasional, pues la familiaridad y el habitual tránsito que se dan en ellas las convierten en lugar poco adecuado para ladrones, vengadores o justicieros, que prefieren siempre mayor discreción para acometer sus planes. Por eso las víctimas que se encuentran en estos espacios públicos aparecen con heridas varias y signos evidentes de haber peleado o forcejeado con sus agresores. Frente a ello, en el presente caso la víctima fue degollada sin previo aviso, sin que pudiera siquiera imaginar que iba a ser atacada. Así se deduce del hecho de que sus brazos y manos no presenten herida ni erosión alguna, lo que permite colegir que no tuvo oportunidad de defenderse, a pesar de que el ataque se produjo de frente, vista la homogeneidad del corte y el que la víctima estuviera sentada en la letrina y allí permanezca aún.

-¿Y por qué no pudo ser colocado el cuerpo a posteriori en la letrina por el asesino? -inquirió Máximo, más por demostrar que seguía el hilo del razonamiento que por considerar seriamente como plausible tal alternativa.

-De haber sido así -señaló Vitelio como si Máximo fuese su hijo y quisiera poner en valor el hecho de que hubiese formulado una hipótesis, aunque fuera errónea- habría restos de sangre en el suelo en ese otro lugar o evidencias de haber sido la misma limpiada. Nada de eso aparece aquí. La mucha sangre que hay se concentra a los pies del fallecido y ha manado directamente del corte en su garganta; luego tuvo que morir donde se encuentra. A esa misma conclusión se llega observando la piel en torno al corte homicida. Si alguien hubiera movido el cuerpo, el desgarro del cuello se habría acrecentado por el peso de la cabeza apenas unida al tronco. La herida se muestra en cambio definida y se explica perfectamente con un solo aunque vigoroso tajo.

-Bien -objetó Máximo-, pero eso únicamente apunta a que el ataque se produjo con el fallecido sentado donde aún se halla y de modo inesperado para él. ¿Cómo saltar de ahí al hecho de que el asesino le escogiera aleatoriamente?

-No he dicho que le escogiera al azar, sólo que no se conocían y que no había ninguna causa aparente para matarle.

-Pero… si no se conocían y el asesino no tenía motivos... ¿por qué lo hizo?

-Amigo mío, motivo sí había. Siempre hay un motivo; incluso ante el hecho más absurdo o inasequible a nuestro entendimiento. Lo que digo es que, en este caso, ese motivo no tiene nada que ver con los que habitualmente creemos como únicos que permiten explicar un acto tan abyecto. Privar de la vida a otro, salvo que se trate de un deber guerrero o del ejercicio del imperium[8], hiere tanto nuestra conciencia de ciudadanos civilizados que necesariamente hemos de buscar una razón que nos permita asimilar el crimen. Y de ahí que pensemos comúnmente  en venganzas, odios, envidias, pasiones de la carne o simples robos. No es que estos móviles nos parezcan aceptables, pero al menos nos parecen humanos.

-¿Pero pueden existir otros distintos a ésos?

-Por supuesto. E incluso motivos puramente aleatorios, como aquí creo que ocurre… De hecho –mudó el tono a uno más solemne-, si me dejas seguir, tal vez consiga explicártelo y lograr que dejes de mirarme con esa cara de absoluta incredulidad… -era un golpe bajo y Vitelio lo sabía, pero le preocupaba más que los perseguidores capturasen a un inocente antes de que pudiera demostrarles que lo era y necesitaba cuanto antes convencer a su amigo para que le apoyara después frente a la muchedumbre excitada.

-De acuerdo, señor -repuso Máximo con semblante serio-; no se preocupe, que no volveré a molestarle -añadió remarcando el distanciamiento derivado de la jerarquía que existía entre ellos a pesar de su amistad.

Vitelio le observó un momento, apenado por no haber sido capaz de evitar aquella reacción. Pensó en qué decir para disculparse, pero algo llamó su atención a la espalda de su amigo, algo en lo que no había reparado hasta ese momento, absorto como estaba en el cadáver y su entorno inmediato, algo que desde la distancia parecía extraño encontrar en un lugar como aquél y cuya presencia le resultaba especialmente perturbadora ante el hecho de que hubiera sido asesinado un hombre a escasos quince pies[9] de aquel objeto...



[1] Festividad romana que tenía lugar entre el 12 y el 19 de abril.
[2] Palermo era denominada en época romana Panormus. Sus habitantes eran así denominados panormitanos, gentilicio que sigue usándose hoy en día junto al de palermitano.
[3] Nombre con que los romanos designaban las tiendas o establecimientos comerciales que daban directamente a la calle.
[4] Carrera o progresión que en Roma se seguía según se iba accediendo a los diversos cargos públicos.
[5] Augusta (o Colonia) Raurica, era el nombre de una ciudad romana situada cerca de la actual Basilea (Suiza), que alcanzó su máximo esplendor en los ss. I a III de nuestra era; fue capital de provincia e importante foco comercial, llegando a tener una población de cerca de 20.000 habitantes.
[6] Casa prototípica unifamiliar romana de cierto nivel.
[7] Nombre de la actual Maguncia (Alemania), que desde Domiciano fue capital de la provincia de Germania Superior, a la que pertenecía Augusta Raurica.
[8] Término que puede traducirse hoy como “jurisdicción” y que ostentaban los magistrados romanos, incluidos aquéllos que podían condenar a muerte o ejecutar directamente al reo.
[9] El pie romano equivale a 29,62 cm.