domingo, 12 de mayo de 2013

CULPABLES



Tal vez me cueste algunos lectores -y desde luego no lo deseo-, pero exponer lo que piensas, aunque pueda no gustar, va con lo que acertada o desacertadamente entiendo también es deber impuesto por la coherencia. Y si pretendo conservar alguna, debo ahora poner negro sobre amarillo (que es el color del fondo de la aplicación de mi móvil en la que suelo escribir últimamente) lo que bulle en mi cabeza desde hace tiempo.

Una segunda excusatio previa es necesaria, en cualquier caso, antes de grabar en la losa mi epitafio bloguero. Porque sí, sin duda me es aplicable aquello de la "deformación profesional" -qué pena que los palabros más feos sean habitualmente los que triunfen-. Al fin y al cabo, desde que decidiera dedicarme a la defensa penal, es obvio que el contacto permanente con este tipo de situaciones lo he tenido desde el lado contrario, desde la orilla a la que nunca suele mirarse por los medios y, en consecuencia, por la ciudadanía. Y eso tiene sus derivadas, claro; principalmente, la del vínculo humano con los actores de los autos sacramentales en que -y ya estoy en la tesis que quiero defender- ha convertido nuestra sociedad determinados procedimientos judiciales.

Así que quien desde aquí continúe leyendo ya está advertido: no encontrará en lo que sigue ninguna complacencia ni asentimiento con esa abrumadora mayoría de medios que, cada vez que surge un caso relevante, se apuntan a la facilona tarea de hablar de presunción de inocencia al tiempo que machacan sistemáticamente al acusado. Ni con quienes se hartan de insultar al imputado ajeno y luego piden respeto para el acusado compañero de partido. Ni, por supuesto, con todos los hijos de puta que llaman ladrón o chorizo al vecino detenido por corrupción o fraude y luego pegan a sus mujeres e hijos hasta sentirse los más machos del lugar.

Ninguno de ésos, la verdad, me importa una higa. Lo que me preocupa es el inmenso resto de la ciudadanía, gente de bien que, agobiada por la terrible crisis -económica y moral- que padecemos y legítimamente harta de verse rodeada de inmundicia, se agita nerviosa ante la noticia de tal o cual presunto delito del político o empresario de pro, queriendo dudar sin conseguirlo de que las acusaciones realizadas sean ciertas. Pues bien, me parece inadmisible que a todas esas personas se nos impida dudar y que incluso se nos quiera imbuir la convicción de que da igual lo que diga el Juez al final del camino, porque está claro que el denunciado es culpable. Si quien lo alimenta es encima un ex Magistrado, ex Fiscal o ex lo-que-sea-que-se-supone- que-era, más aún. Los corifeos de la progresía o los maricomplejones de la derechona tienen demasiado donde mirarse como para que a sus voceros seso-profesionales los fichen entre los restos de serie de la decadencia judicial. Claro, que no sé si es peor aún esa suerte de tertulianos-refugio que tan de moda están últimamente y que siendo teóricos compañeros de profesión –a algunos, desde luego, poco ejercicio profesional se les puede asociar-, parecen sin embargo haber olvidado cosas tan elementales como el derecho a la presunción de inocencia y la independencia del Abogado, con tal de plegarse a las exigencias de audiencia del medio que les paga.

La verdad: en términos comparativos y teniendo en cuenta que se supone que estos dos mil años debieran haber significado algo, no veo la diferencia entre cómo se ajusticia hoy a estos acusados en la opinión pública y cómo se les arrojaba entonces a los leones en el anfiteatro Flavio para regocijo de la plebe . Que alguien me lo explique, por favor: las brujas quemadas en Salem por los puritanos de su Graciosa Majestad, ¿eran más o menos inocentes cuando ardieron que todos los que hoy en día, antes de ser juzgados, ya se ha decidido por la mal llamada opinión pública que cometieron el delito? Y los Sócrates, Juanas de Arco, Servets, Tomases Moros y Cía., incluso con procesos judiciales mediante, ¿podrían hoy siquiera presentarse contra ellos las acusaciones por las que fueron ejecutados?

Vale, las comparaciones son odiosas; y más con el transcurso del tiempo. Y además, como ya dije, mi posición desde luego no es neutral, sino que está impregnada hasta las cachas de las horas compartidas con algunos de esos condenados sociales. Ambas objeciones las acepto sin rechistar. De hecho, sin ellas como premisa, a lo mejor tampoco hubiera osado adentrarme en estas procelosas aguas, o a lo peor hubiera temido no sólo que no se me entendiera, sino que incluso se me condenara a mí también a arder en la pira junto a alguno de mis defendidos.

Pero lo bueno de haber nacido en tiempos del glorioso Augusto es precisamente eso: que uno ya ha visto demasiadas hogueras como para dejarse impresionar. Así que, con antorchas amenazantes o sin ellas, simplemente os digo: que nunca a nadie se le ocurra que sois culpables de algo y dos o tres medios se enteren de ello, porque entonces, amigos míos, no necesitaréis llegar a juicio para saber de qué os hablo.