Pongamos que se
llama Miguel. Y que estamos en 1994. Su vida se está apagando. Y lo sabe.
Aunque ya no lleva demasiada carga, la espalda hace años que se le encorvó.
Afortunadamente, hace tres que pudo por fin jubilarse. A los 81. El pequeño de
sus seis hijos terminó entonces la carrera y conseguido un buen trabajo en un despacho
de prestigio. Ya no dependía de él. Hasta ese momento, había seguido siendo su
responsabilidad. Al fin y al cabo, lo había traído al mundo casi en los 60 y
eso le obligaba a permanecer en la brecha para darle la misma educación que a
sus hermanos. Luego ya era cuestión de él aprovecharla. Además, la temprana
muerte de su esposa, poco tiempo atrás, hizo igualmente innecesario que continuara
trabajando. Los 18 años de diferencia que le llevaba no fueron obstáculo para
que un cáncer traidor se la llevara a ella primero. Tampoco por ahí tuvo así ya
más sentido que siguiera trayendo a casa su sueldo como Director de aquella
empresa farmacéutica en la que había trabajado el último tercio de su vida.
Miguel está cansado, sí, pero feliz. La vida siempre le dio segundas oportunidades. En la guerra, incluso terceras y cuartas. Movilizado por la República cuando el ejército nacional ya estaba en el Ebro, su condición de médico le libró de las trincheras, el fusil y el correr campo a través al asalto de las posiciones enemigas. Pero no le bastó para evitar el frente, ni le ahorró observar de cerca los horrores de la contienda. Como cuando los artilleros que apuntaban a lo poco que quedaba de Belchite le provocaban diciendo: "Eh, Doctor, mira como le tiramos al cabrón de tu primo... Con ésta lo partimos en dos, ya verás". O cuando aquel avión italiano ametralló su columna matando a diestra y siniestra de él.
Luego, perdida la guerra por el bando que le había tocado en suerte, vino el consejo de guerra, la prisión, la inhabilitación para ejercer y el ostracismo. Por suerte, los amigos eran buenos y su voluntad grande. La represalia, así, duró poco; lo justo para poner en marcha un floreciente negocio de importación. España empezaba a arrancar de nuevo y necesitaba traer cantidades ingentes de casi cualquier cosa, caucho y neumáticos incluidos. Y en Inglaterra el caucho sobraba, tras los excesos de producción y de aprovisionamiento de la Segunda Guerra Mundial.
Aquellos años fueron muy buenos, sin duda. Pudo construirse una hermosa casa sobre la playa; una casa -como se diría hoy- de diseño -¡si hasta Dalí quiso pintarle un fresco en la pared principal!-; pero sobre todo una casa donde vivir en paz, amar a su mujer y ver crecer a sus hijos.
Ahí sí que la suerte le miró de frente y sin ambages. ¿Cómo llamar si no al hecho de encontrar aquella mujer excepcional y que pudiera amarla? Por supuesto, él puso de su parte. A su lado, era mejor persona -y la base ya era bien sólida-; así que era sencillo: cualquier cosa que la hiciera reír merecía la pena; todo lo que la hiciera feliz, importaba; cualquier momento que le dedicara, valía. Y ella, encima, devolvía la risa y la felicidad multiplicada y le hacía ver que su vida estaba completa, por más que, a veces -"demasiadas", piensa ahora Miguel, mientras siente que para eso sí le gustaría volver atrás y enmendarlo-, no la hubiera tratado bien, no la hubiera demostrado que ella era todo para él, absolutamente todo -¡maldito orgullo!, ¡maldito egoísmo!
Y gracias a ella, sus hijos. Primero cuatro -así, seguidos-. Y luego uno y otro más; el último, cuando ya parecía que no tocaba. Con ellos vino lo que siempre traen los niños: alegría sin fin y mucha dedicación de días y noches llevándoles de la mano hasta soltarles. A él le tocó ser el padre -las cosas entonces se hacían de una sola forma, como siempre se habían hecho, y ni él ni nadie se preguntó si podía variar los registros de su papel protagonista-: mucho amor sí, pero medido y que no interfiriera en sus obligaciones como cabeza de familia. De nuevo aquí la suerte se le puso de cara, porque su amada María Gloria no es que hiciera perfectamente de madre, ¡es que era un verdadero paradigma de ella! Así que lo que a él no le saliera de ternura, lo esparcía ella con tanta generosidad que anegaba fructíferamente el corazón en formación de sus hijos.
Con los dos últimos, ya cambiadas las tornas de una sociedad que se quitaba el anquilosamiento, fue distinto. Allí sí pudo romper su coraza y lanzarse a ser el que era, el que siempre había sido.
Yo le conocí entonces. Tenía ya bastantes años y la presión no era la misma. Incluso había superado un complicado cáncer en una época en que aquella enfermedad no tenía casi cura (su condición de médico y su amistad con uno de los mejores especialistas de España, fueron determinantes, afortunadamente, porque el mayor de sus -entonces- cinco hijos apenas tenía 13 años).
Recuerdo bien lo que digo. Le vi emocionarse hasta las lágrimas cuando algo hermoso y auténtico se cruzaba en su vida y le demostraba la bondad del ser humano. Y aunque por momentos no supiera por qué, le vi erguirse una y otra vez cuando parecía que iba a caer. Le vi mirar de frente al futuro y sufrir sólo por el de quienes más quería. Doy fe de que se apesadumbró y preocupó con cada tropiezo serio de alguno de sus hijos. De que lloró desbordando su pudor de hombre a la antigua cuando supo que su querida esposa no se recuperaría de aquella enfermedad malhadada. Y de que sufrió en silencio cada una de las noches en que la enfermedad propia le fue anunciando que se acercaba también su propio final.
Hasta esta noche, justo la penúltima de su vida, en que, recuperado sorprendentemente de días de postración y sedación, se ha incorporado en la cama del hospital en que, por enésima vez, le hemos tenido que internar ante sus problemas cardiorrespiratorios. Esta noche no me quedo yo, pero me cuesta irme más que nunca, porque está imbuido de fuerza, gracia y lucidez; una lucidez que no le impide bromear, a pesar de su delicada salud, haciéndonos reír a carcajadas a Javier y a mí. Nos cuenta recuerdos absolutamente desconocidos y distintos a los muchos ya oídos muchas veces; reflexiona certero sobre el incierto estado del país y lo mezcla, esperanzado y alentador, con la fuerza que -insiste- tenemos las nuevas generaciones. Y mirándonos con emoción, abiertos sus perspicaces ojos grises, nos dice que ha sido un orgullo, un gran orgullo, ser nuestro padre. Le decimos que no diga tonterías, que el orgullo es nuestro y que en todo caso está pareciendo una despedida y aún no toca. Y lo decimos sinceramente, porque hace meses e incluso años que no le veíamos tan bien. Pero él debe saber que le falta poco, aunque no insista en esa línea para no preocuparnos. Simplemente está disfrutando de sus últimos momentos, sabiendo que ha sido realmente afortunado, tremendamente afortunado.
Y me voy a casa, orgulloso de mi padre, consciente yo también de mi fortuna, dando gracias a Dios por el inmenso regalo que han supuesto todos y cada uno de los momentos con él, todos los instantes a su lado, la inmensa suerte de haber formado parte de su vida. Y de que él sea para siempre parte inescindible de la mía.
Madrid, 23 de abril de 2013