Por completo
diferente y, al tiempo, tan extrañamente familiar... Esos son los dos
calificativos con que la mayoría de las veces el viajero describe de inicio su
visita a los Estados Unidos. Todo distinto e inusual, descomunal y
exuberantemente único, sí, pero con una sensación de déjà vu y de estar en la casa de un primo al que conocemos bien y
en la que ya estuvimos en algún momento de nuestro pasado. La explicación más
aceptada del fenómeno suele encontrarse en el cine: allí ya has visto en
repetido los lugares que ahora pisas. Las calles, las carreteras, los puentes,
los aeropuertos, los barrios, las casas, los coches, los restaurantes, los
tipos humanos no nos son desconocidos desde el momento en que nuestra memoria
puede acudir a decenas de escenas de películas para recuperarlas. En Nueva York
o Los Ángeles, en Washington o en Dallas, en algún remoto pueblito de Nueva
Inglaterra o en la inmensidad de una carretera de Arizona, siempre algún
momento importante de la historia del cine, de nuestra historia del cine, nos
situará allí, conectándonos con ese backstage
de nuestro ayer y nos hará sentirnos de nuevo en la casa de nuestros
recuerdos...
Ocurre, sin embargo, que cuando en el viaje se busca precisamente la raíz de ese recuerdo cinematográfico, muchas veces se ve la tramoya y la trampa. ¿Cómo no hacerlo si son tus pies los que caminan la distancia que el protagonista recorría en apenas unos minutos y comprueban que necesitan seis o siete veces más en completarla? Y cuando visitas tal monumento, ¿cómo no darse cuenta de que allí es imposible quedarse un segundo a solas para investigar ni descubrir nada oculto, como hacían los héroes de aquella otra película, sin ser inmediatamente avasallado por la siguiente oleada de turistas o por algún amable pero exigente guardia de seguridad que nos invita a seguir el recorrido?
La magia del cine precisa de estos recursos. La vida real los echa de menos. Por eso, cuando entras en Tiffany's, en la Quinta, aunque sepas que no la encontrarás, inconscientemente buscas a Audry y su eterno cigarillo. Y en Philadelphia, te quedas a posta rezagado del grupo de visita que te ha tocado para poder saltar el cordón de seguridad y subir a la torre del Independence Hall a buscar las gafas de Ben Franklin que te guiarán al tesoro de los templarios. Y si finalmente no lo haces, sólo es en la duda de que pueda ser un delito federal y en la certidumbre de que serás inmediatamente interceptado por un amable pero inflexible ranger.
Cuando el viajero emprende el camino de vuelta, la sensación es consecuente. Y, aun consciente de que vuelves a tu hogar y a tu auténtico mundo, te envuelve una melancolía que oculta una verdad cierta e inexorable: la de alejarte de ese lugar maravilloso que construyeron tus ojos a lo largo de tantas películas y la de regresar al que realmente habitas, con sus noches y sus días de absoluta cotidianeidad. Y es en ese momento cuando sólo de ti depende darte cuenta de que tu historia, el guión de tu vida, sigue pendiente de ser escrito y de que tú tienes la pluma y las cuartillas para llenarlas de aventuras maravillosas.