Seguimos caminando
en silencio durante horas. La ligera brisa del noroeste del principio de la
mañana fue rolando hasta convertirse en un cada vez más intenso lebeche,
extraño desde luego para la época en que nos hallábamos. Como fuera que
comenzaba a hacerse molesto, pues nuestro rumbo nos lo oponía casi de frente,
decidimos detenernos junto a un sobresaliente conjunto de inmensos cantos
graníticos, contra los que apoyamos las espaldas exhaustos mientras nos
sentábamos.
Aunque habíamos encontrado algunos pequeños cursos de agua en que ir reponiendo
el agua consumida de mi cantimplora, la marcha continuada nos había dejado un
hambre atroz, así que saqué de mi zurrón tres trozos de tocino salado, algo de
queso y seis galletas -todas mis reservas- y, junto a algunas almendras que
llevaba Ta-Au-Ua, comimos disfrutando del descanso. En silencio.
La comunicación entre nosotros seguía siendo necesariamente no verbal. En la
semana que hacía que nos conocíamos, apenas había dado tiempo a que aprendiera
yo cinco o seis conceptos en su idioma y ella otros tantos en el mío. Sin
embargo, el mismo hecho de que mi misteriosa amada no conociera una sola
palabra en latín confirmaba que había alcanzado mi destino, pues en los mares y
costas que hasta ahora había recorrido -que eran por cierto también todos los
conocidos- se manejaba desde luego la lengua del Imperio.
Por otro lado, y precisamente por mis muchas andanzas, había tenido oportunidad
de escuchar multitud de lenguas y sonidos que, aunque desconocidas en su
contenido, no eran en cambio ya extrañas a mis oídos. Frente a ello, los
vocablos que emitía la dulce boca de Ta-Au-Ua me resultaban por completo
distintos a cualesquiera otros escuchados antes. Su silabeo resultaba del todo
diferente y contenía incluso sonidos que era incapaz de asociar con letra
alguna. No es que fueran ásperos -al margen de que al modularlos los carnosos
pero armoniosos labios de mi musa tampoco lo hubiera notado-, pero la contracción
de algunos de ellos producía explosiones fonéticas para mí irreconocibles.
Cinco años antes, tras ser arrastrado por una tempestad al doblar las columnas
de Hércules, mi tripulación y yo llegamos a una aldea remota junto al gran
desierto, poblada de altivos lugareños que apenas manejaban el latín. Eran de
considerable estatura y lo oscuro de su piel contrastaba vívidamente con el muy
claro color de sus cabellos y ojos. Allí permanecimos cerca de dos semanas,
mientras reparábamos nuestra maltrecha nave. Pues bien, aunque no fueran
identificables, algo había en la lengua de Ta-Au-Ua que me recordaba la que
allí hablaban. Y tenía sentido que así fuera, pues si lo pensaba, aquélla era
la tierra conocida más próxima a la que ahora hollaba.
Tras terminar nuestra última galleta, ofrecí a Ta mi cantimplora. Ella sonrió
agradecida y bebió, devolviéndomela para que yo hiciera lo propio. El frescor
del agua en mi garganta terminó de relajarme y, viendo que mi diosa también
mostraba inclinación a ello, nos quedamos sin más dormidos, acurrucada su
cabeza en mi hombro, mi brazo derecho cruzando su abdomen, venciéndonos sin más
a la molicie más reparadora, solos sin importarnos, el uno junto al otro,
felices.
Madrid, 6 de julio de 2012