Puse pie a tierra con
la primera luz del día. A mi espalda, sobre la línea del horizonte, la claridad
comenzaba a contornear el perfil de mi barco, fondeado a escasos doscientos
metros. De no ser febrero, los hubiera cubierto a nado, pero por muy mediterráneas
que fueran aquellas aguas, la estación y la hora las hacían desde luego poco
apetecibles.
Dejé la lancha sobre la arena, próxima a una gran roca a la que la amarré convenientemente, pues no sabía cuánto tardaría en regresar y todavía quedaban un par de horas para la pleamar. Y me adentré en aquella tierra ignota, sin saber bien qué buscaba.
Tras la primera línea de dunas, el paisaje se abría y pude contemplar una vasta extensión cubierta de matorral y algún árbol aislado. Pero ningún rastro humano. El sol, aunque bajo aún, se había desplegado por completo y la humedad del alba, apenas templada por sus incipientes rayos, se calaba hasta los huesos. Me arrebujé con mi capa, encajando la cabeza entre los hombros. Y seguí caminando, a Poniente, en busca de alguien a quien preguntar dónde me hallaba, pues, desde que la había avistado y comprobado que no aparecía en mis cartas náuticas, aquella tierra se me presentaba como un gran desafío, un lugar que descubrir y ganar para mi patria, un destino marcado por siglos en el imaginario de todos los marinos, la respuesta a tántas preguntas olvidadas, la pura esencia del mito, la última frontera…